Un tema superado: La carencia de leche y la desnutrición

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      El consumo de la leche fresca fue un serio problema en el Chile del siglo XIX. Era escasa en casi todos los hogares, sobre todo por problemas de higiene y conservación. Desde la década de 1870, la Hacienda de Ocoa  exportaba a Valparaíso alrededor de 60 decalitros diarios, que debido a problemas de refrigeración no siempre llegaba en buenas condiciones.[1] A fines del siglo  en Santiago, la leche no pasaba de ser “un liquido infecto, vehículo de suciedad y muerte, que únicamente corre a parejas con el de la acequia, heredada de la Colonia; resultado final a que concurre desde el productor más o menos huérfano de toda noción higiénica hasta el frauduloso revendedor, desprovisto además de toda idea moral, pero que como aquél, sólo ve en la leche un artículo de comercio.”  De hecho, los vendedores ambulantes  solían llevar un papelillo o bolsita con bicarbonato para agregárselo a la leche a lo largo del día. De esta forma disminuían la acidez del producto, que acusaba su estado añejo y agrio. [2]  

      En provincias, por otra parte, la situación no era mejor. La producción era eminentemente artesanal.   El lechero –como lo describe Tornero- era el empleado de una hacienda próxima al punto de expendio y el encargado de hacer el reparto de la leche en diferentes caseríos. “Sale del fundo antes de aclarar, para llegar a la ciudad a una hora competente de la mañana, i como la mayor parte de los vendedores que dependen de un patrón, hacen sus trampas y diabluras. Ya que no pueden guardarse una parte de la venta, por recibir la leche medida, recurre al medio de aumentar la cantidad bautizándola con agua. “[3] Más tarde estos vendedores fueron reemplazados por puestos de lechería que los propios hacendados dedicados al negocio establecieron en el centro de cada villa, aunque  por muchos años más, la producción lechera en Chile fue artesanal y de carácter doméstico.

      La pobreza, ignorancia y  falta de higiene en los sectores populares, unida  a la carencia de un sistema de salud pública y de una alimentación sana y de calidad nutricional, resultaron nefastas para el desarrollo demográfico. Hasta muy entrado el siglo XIX, la mortalidad en general, era muy alta y la mortalidad infantil, cuya cifra exacta se ignoraba, debe haber fluctuado entre 250 a 300 niños por mil nacidos vivos. Como señala el Dr. Vargas en su libro sobre la Historia de la Pediatría chilena, “no había información completa sobre esas muertes: algunos las creían más frecuentes a la entrada de los meses fríos, otros las atribuían a meningitis y, otros, a la alimentación. La Revista médica la atribuía a falta de hábitos higiénicos e ignorancia en la manera de cómo deben criarse los niños, al gran número de nacimientos ilegítimos abandonados a la orfandad, mala condición de las habitaciones y mala calidad de los alimentos de madres y niños.”[4]

      De partida, los niños nacían en las casas. Las maternidades eran casi inexistentes y la mayoría de los partos no tenían asistencia profesional, sino la de parteras o comadronas. Todo ello contribuía a que en un país con  esperanza de vida  inferior a 40 años, la media de vida –todavía en 1920- llegase a 27 años.

      La falta de leche materna constituía un serio problema a la hora de tener que alimentar a un niño. Una de las preocupaciones mayores era cuando aparecía la llamada “fiebre de leche”, o “láctea”, un estado febril que surgía  habitualmente entre cuarenta y sesenta horas después del parto y que se caracterizaba por una sintomatología caracterizada por  piel caliente y sudorosa, un pulso ancho y blando, una hinchazón dolorosa en los pechos y un dolor de cabeza más o menos intenso. A todos estos síntomas hoy se les llama “bajada de la leche”, y ocurre cuando desaparece el calostro y aparece la leche propiamente tal, pero la ignorancia y la falta de conocimientos mínimos de puericultura,  provocaban mucho temor y el corte de la leche.

      A veces, una nodriza podía convertirse en una buena solución, sin embargo esta costumbre,  traía otras consecuencias tanto o más serias. Ya a comienzos del siglo XX las estadísticas en Francia mostraban un 15% de riesgo de muerte para niños criados a pecho, que se incrementaba a 75% si el destete era precoz. La pobreza llevaba a que las nodrizas –por ignorancia y necesidad- dejaran  de amamantar a sus propios hijos, aumentando enormemente su riesgo de muerte. Por otra parte, la relación del niño con la nodriza, incrementaba el riesgo de TBC y sífilis para ambos.

      Las madres recurrían también a la leche de animales, como sustitutiva de la propia. Se consideraban mejores las que contenían grasa, como la de vacas, cabras y ovejas, o azucaradas como las de burro o yegua, que se parecían más a la leche humana. Estas eran usadas preferentemente en el campo, pero no lograban evitar la muerte de miles de niños al año.

      La mortalidad infantil en las familias pobres era diez veces más alta que en las acomodadas. En la década de 1890, sobre el 30% de los niños moría en el primer año, la cifra más alta de América. [5]  De hecho, en 1900,  por cada mil nacidos en Chile fallecían 342, situación que no había variado sustantivamente en 1920, cuando lo hacían 263 de ellos por cada mil.  Y es que existía una escasa conciencia de la influencia que ejercían sobre la infancia, las condiciones económicas, sociales y culturales. Rondaba además, un espíritu fatalista que consideraba  la mortalidad infantil como un mal irremediable. Si bien había acciones aisladas y esporádicas, impulsadas por espíritus caritativos, a nivel de políticas públicas poco o nada se avanzaba. 

      En  los sectores con recursos, las cosas eran diferentes. La alimentación infantil se basaba en farináceos o mezclas de leches con harina importadas. La Harina Lacteada Nestlé, por ejemplo,  era consumida por los niños cuyos padres tenían cultura y poder adquisitivo y no sólo era sucedánea de la leche materna, sino su complemento. La facilidad con que se preparaba, – era un polvo amarillo, con base en harina de trigo,  fino, dulce y agradable al paladar- generó gran demanda entre las madres, que la buscaban en droguerías y boticas junto con la leche condensada.


[1] Recaredo Tornero. Chile Ilustrado: Guía descriptiva del territorio de Chile, de las capitales de provincias, de los puertos principales. Valparaíso, librería y agencias de El mercurio. 1872.

[2] Revista Chilena de Hijiene. 1894 citada por Nelson Vargas Catalán. Historia de la pediatría chilena. Crónica de una alegría. Santiago, editorial Universitaria, 2002.

[3] Recaredo Tornero. Chile Ilustrado, op.cit.

[4]  Nelson Vargas Catalán. Historia de la pediatría chilena. Crónica de una alegría. Santiago, editorial Universitaria, 2002.

[5] Markos Mamalakis. Historical Statistics of Chile. Connecticut, 1970 vol. 2

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