Reflexiones frente al Bicentenario

      No es necesario haber leído a Jung para saber que también los símbolos integran la realidad. En ciertas imágenes colectivas hay, en efecto, un poder de sugestión capaz de trasformar lo que en sí mismo es un concepto en un elemento de la existencia real. No es otra la naturaleza del próximo Bicentenario. Para mí es un símbolo que ordena el decurso ordinario del tiempo y nos invita a repasar la trayectoria de la nación chilena.

      Por supuesto, el tiempo es un continuo cuya división en períodos más o menos homogéneos, dotados de un sentido propio, es convencional. El Bicentenario, como realidad simbólica, sirve a ese propósito racional de orden. Seguramente el 18 de septiembre de 1810 no fue percibido de inmediato como un punto de inflexión definitiva.

      Muy distinta pudo ser la suerte del movimiento independentista que, tras muchas vicisitudes, culminó en la emancipación de Chile. Un proceso, cabe señalar, que forma parte de otro más amplio: la disolución del Imperio Español. La decisión adoptada aquel día por el Cabildo de Santiago, esto es, crear una Junta de Gobierno que resguardara en esta lejana posesión los derechos del rey, cautivo de Napoleón, sólo al ser considerada retrospectivamente por el grupo rector de la sociedad chilena, fue aceptada como el punto de partida de una etapa histórica diferente y superior a la anterior. Con esto quiero indicar que perfectamente pudo haberse fijado el hito inicial de nuestra República en la victoria alcanzada en Maipú o incluso en un acontecimiento posterior, como Lircay. Reitero así que el Bicentenario es una realidad simbólica y, sin embargo, o por lo mismo, plena de validez.

      Preocupada más bien de investigar y divulgar la historia reciente de nuestro país no me siento competente para esclarecer el punto, vinculado como está a cuestiones del siguiente tipo: ¿Fueron los dos siglos y medio de la Capitanía General una preparación de la República o tuvieron entidad propia? ¿Qué desafíos o tareas colectivas siguieron siendo constantes? ¿Cuáles virtudes y defectos de la capa dirigente y de la masa popular permanecieron más o menos inalterables hasta muy avanzado el siglo XIX? ¿En qué momento pasó a ser la nación chilena la protagonista de su historia? Sobre el particular sólo puedo aventurar opiniones; mi campo de estudio se inicia con el Centenario. Baste lo dicho para justificar que mi comentario se ciña a la última centuria.

      Se ha debatido si la celebración del Centenario fue obra exclusiva del grupo social que hasta ese momento había dirigido a la República o implicó a la nación entera. Mi impresión es la última. Me parece que el Centenario convocó espontáneamente a todas las clases sociales en torno a un sentimiento común que, ciertamente, no existía cien años atrás. Eso es lo esencial. En 1910 el sentimiento nacional era ya una realidad poderosa, quizás el más eficaz elemento de unidad – si no el único – entre todos los individuos que componían Chile. Cosa distinta es estimar si se trató o no de un momento de plenitud. Por el contrario, había demasiados indicios que apuntaban al crepúsculo de un período por demás notable, cargado de glorias y de progreso. La cuestión social, sin ir más lejos, o la crisis en que se debatía un orden político paralizado porque sus fuentes se habían secado. Hubo, pues, luces y sombras en el Centenario, tal como ocurre hoy.

      ¿Qué celebraremos en 2010? Ante todo, cierta continuidad vital. Parece obvio, pero no lo es. El siglo XX, a nivel mundial, fue una catástrofe, una explosión de odio racial, religioso e ideológico que cobró millones de víctimas inocentes. Nada similar ocurrió aquí. Luego, si observamos la trayectoria de otros pueblos, salta a la vista hasta qué punto se alteraron sus condiciones en el último siglo. Argentina, por ejemplo, parecía destinada a contarse entre las diez potencias del mundo. Por el contrario, algunas regiones asiáticas parecían condenadas a ser meros apéndices coloniales de alguna metrópoli. Las posibilidades de Chile, en cambio, se han conservado constantes. Por supuesto no siempre se aprovecharon, pero a la larga primó el buen sentido y es lo que en definitiva cuenta.

      Pasando una rápida mirada sobre estos últimos cien años, yo destacaría que el cambio más intenso que ha tenido la sociedad chilena, estuvo marcado por el ascenso de las capas medias de la población, que se llevó a cabo de manera civilizada, sin exclusiones arbitrarias ni llamativos arrebatos. Arturo Alessandri y Carlos Ibáñez, artífices de esa transformación, están siendo reconocidos por la historiografía en tal carácter. En el debe, sin duda el rol exagerado que en tal proceso se asignó al Estado, en perjuicio de la libertad de las personas y del reconocimiento al mérito individual, lo que se tradujo en la aceptación de cierto grado de mediocridad. El punto más bajo lo constituye la década revolucionaria (1964-1973), que desintegró la unidad nacional y se saldó inevitablemente con una intervención militar de carácter institucional. Quienes tienen por misión defender la integridad nacional cumplieron con su deber y evitaron –con costos, claro está- una guerra fratricida de alcances inimaginados. Durante la década siguiente se volvieron a levantar las bases de la convivencia y, rectificando lo que había sido un error, una vez más se puso a la persona por sobre el Estado, limitando a este último a un rol subsidiario. No fue necesario hacer más para dar paso a una fase de inigualado desarrollo. Yo diría que en los años de tutela militar la sociedad aprendió de sus errores y horrores volviendo a reencontrarse consigo misma. Salvo una ínfima minoría, anclados en la odiosidad y el ideologismo, los chilenos se asoman hoy al porvenir con renovada confianza, apoyados en una institucionalidad reconocida como legítima.

      Mi visión del futuro es optimista. Apoyados en nuestras propias fuerzas los chilenos hemos sido capaces de resolver nuestros asuntos internos y de salvaguardar nuestra soberanía, incluso frente a potenciales adversarios bien armados. Las condiciones de vida de la población son netamente superiores a lo que eran para el Centenario; la mentalidad del hombre común ha cambiado, dejando de creer que la política puede resolverle sus problemas; miramos al mundo como el mercado natural de nuestra producción… Pero advierto síntomas preocupantes. Los resabios de constructivismo social que todavía permanecen en algunos círculos del poder han frenado una marcha que pudo ser más exitosa. Las comunidades mapuches segregadas por ley, la incógnita energética, la corrupción gubernamental y el insólito Transantiago son signos del fracaso de una mentalidad. Peores obstáculos hemos superado. Está abierta la posibilidad de un siglo liberal y en él confío. El Bicentenario es un símbolo de esperanza.

Patricia Arancibia Clavel

  Dra. en Historia

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