Blog Corral Victoria
Al despuntar el siglo XIX nadie en Europa y menos en América, habría podido imaginar que el Imperio Hispánico desaparecería tan pronto y bruscamente.
Esa vasta construcción política, social, económica, cultural y religiosa, surgida bajo el impulso de los Reyes Católicos y luego enérgicamente desplegada por sus sucesores, parecía inmune al paso del tiempo. Durante el siglo anterior la dinastía Borbón había revitalizado a España, infundiendo a sus vieja, aunque todavía recia nervadura, el espíritu de la Ilustración. El conjunto de reformas implantadas por Carlos III, expresión de los cambios estructurales de la época, habían renovado la capa dirigente de la sociedad, donde en adelante y en general prevalecería el mérito y la capacidad personal por sobre la alcurnia y la nobleza de sangre. Con ello, pronto se hizo visible una transformación social que dejaba atrás al orden estamental y abría amplios espacios a una emergente burguesía. Asimismo, el impulso renovador había hecho más eficaz la administración civil y militar del Estado. En todas partes era evidente el progreso material, la curva demográfica había superado el bache de la centuria anterior y hasta en los más remotos rincones del mundo de habla castellana el sentimiento de fidelidad a la corona era fuerte, natural e indiscutible
Por cierto, no se trataba de una adhesión simplemente formal a la idea imperial. Por el contrario, la progresiva madurez de la sociedad en América había avanzado de la mano con el progreso de la metrópoli. Como señala Néstor Meza, ya “al terminar el primer cuarto del siglo XVIII, en la mayor parte de los distritos administrativos americanos, cuyas autoridades dependían directamente del rey, había surgido la conciencia de un común destino, un sentimiento patrio, que por todas partes clamaba por la satisfacción de sus aspiraciones y lograba que las autoridades inmediatas, patrocinase sus clamores ante el poder central. Iniciando acciones a favor de su patria o reaccionando contra las medidas que pudieran afectarla, este sentimiento impulsaba el engrandecimiento de los reinos en el seno de la monarquía castellana y vivificaba la concepción de ésta como un sistema de reinos iguales en derechos”. Por eso resulta tan sorprendente que, como dice Lynch, “las revoluciones por la independencia en Hispanoamérica fueran repentinas, violentas y universales”. Y, en efecto, bastaron quince años para que esa soberanía tan profundamente asentada y en la que nunca se ponía el sol, quedara reducida a la península y su enclave africano, un par de islas antillanas y el archipiélago filipino.
Es impensable que una convulsión tan potente haya surgido de la nada. El eclipse de un imperio que en América se extendía desde California al cabo de Hornos y desde la desembocadura del río Orinoco hasta las costas del Pacífico, albergando una población de aproximadamente 17 millones de personas, requiere una explicación.
Como todo proceso histórico llamado a gravitar por largo tiempo, el movimiento emancipador fue consecuencia de un cambio amplio y complejo, en este caso, de la transformación de las mentalidades rectoras operado en aquella época por influjo de la cultura ilustrada. Ese tránsito, alojado primeramente en reducidos círculos letrados y luego divulgado a estratos cada vez más amplios de la sociedad, fue el trasfondo del paso de un orden político a otro. Si las circunstancias y las personalidades de los conductores hubieran sido diferentes, su resultado podría haberse retardado, pero no evitado. Es inútil buscar un motivo extraordinario para justificar la emancipación de América; simplemente ocurrió porque el eje ideológico de la época se desplazó y la capa dirigente de esos pueblos, ya estaba más o menos madura para hacer suyos los postulados de autonomía personal y colectiva propios de la Ilustración. Esta nueva interpretación de la existencia humana se tradujo en una actitud política revolucionaria cuando se unió, simbióticamente, con el sentimiento patrio. Así, entre los numerosos factores que condujeron a la independencia, “la influencia sustancial fue, sin duda, la formación en el seno de las sociedades coloniales, de la conciencia de su personalidad nacional”.
El sentimiento patrio y la costumbre de gestionar sus asuntos responsablemente ya estaban presentes en el grupo dirigente criollo cuando un hecho fortuito, la invasión de España por Napoleón, provocó una crisis de legitimidad insalvable al sustituir al rey, cautivo, por un monarca extranjero. Esa coyuntura precipitó la descomposición del régimen secular y entonces afloró, revolucionariamente, la aspiración de independencia exigida ahora como un derecho. La resistencia armada a esa pretensión se tradujo en guerra y la dinámica del conflicto transformó lo que al comienzo sólo era asunto de la elite colonial en un conflicto que fue involucrando, en calidad de combatientes, a individuos de todas las capas de la sociedad.
La invasión francesa fue, pues, el detonante de un proceso cuyas raíces se hundían profundamente en el orden social colonial. En efecto, “el conjunto de aspiraciones que albergaban los criollos derivaba en gran parte del ejemplo que la misma España pudo darles a lo largo del siglo XVIII; la labor de los monarcas Borbones y de sus ministros, concretada en infinidad de realizaciones, y el apoyo de la minoría selecta, que unió su esfuerzo en la tarea de volver a levantar a la nación, presentaron un panorama lleno de estimulantes sugerencias, quizás menos importante que el de otros países europeos, pero más comprensible para el criollo americano y más cercano a su realidad”.
Por lo anterior, nada puede ser más ajeno a la realidad que imaginar las luchas de la independencia como una guerra entre pueblos antagónicos. Más bien hubo un enfrentamiento, en el seno del estrato superior de la sociedad colonial, entre los defensores del antiguo régimen, expresado en una monarquía absoluta de derecho divino, y los partidarios del liberalismo revolucionario. Por eso la emancipación tuvo defensores entre los españoles peninsulares y, al revés, miles de criollos lucharon a favor del rey. La propia naturaleza de este fenómeno también explica que se produjeran divisiones entre los patriotas según el mayor o menor espíritu revolucionario y separatista de cada facción, pues al principio unos pocos aspiraban a la autonomía para establecer una República, mientras la mayoría estaba dispuesta a conformarse con un mayor grado de libertad bajo una monarquía constitucional.