Pablo Neruda y los caballos

Blog Corral Victoria

Quizás no sean muchos quienes sepan que nuestro gran poeta Pablo Neruda, tuvo desde niño una especial atracción hacia los caballos. Lo descubrí al releer Confieso que he vivido, su libro de memorias donde a una historia y mito.

Cuando aún vivía en Temuco y su nombre era Neftalí, solía acompañar a su padre –conductor de tren- a recorrer diversos pueblos de la Araucanía. Más de alguna vez veraneó en Baja  Imperial, un pueblo que era sólo una hilera de casas de techos colorados, situada sobre la frente del río Imperial en el trazo que se acercaba al océano.

Al extremo del villorio se alzaban una especie de curtiembres desde donde “lo único que me interesaba era ver como salían de los portones, a cierta hora del atardecer, unos grandes caballos que atravesaban el pueblo”

“Eran caballos percherones, potros y yeguas de estaturas gigantescas. Sus grandes crines caían como cabelleras sobre los altísimos lomos. Tenían patas inmensas también cuniertas de ramas de pelambre que, al galopar, ondulaban como penachos. Eran  rojos, blancos, rosillos, poderosos. Así habrian andado los volcanes si pudieran trotar y galopar como aquellos caballos colosales. Como una conmoción de terremoto caminaban sobre las calles polvorientas y pedregosas. Relinchaban  roncamente haciendo un ruido subterráneo que estremecía la tranquila atmósfera. Arrogantes,  inconmensurables y estatuarios, nunca he vuelto a ver caballos como ésos en mi vida, a no ser aquellos que vi en China, tallados en piedra como monumentos tumbales de la dinastía Ming. Pero la piedra más venerable no puede dar el espectáculo de aquellas tremendas vidas animales, que parecían , a mis ojos de niño, salir de la oscuridad de los sueños para dirigirse a otro mundo de gigantes.”

Allí, en pleno corazón de la Araucanía, donde los primeros caballos que llegaron con los conquistadores asustaron a los más recios y valientes guerreros mapuches, el caballo se había hecho parte del paisaje.

“Por las calles, jinetes chilenos, alemanes o mapuches, todos con ponchos de lana negra de castilla, subían o bajaban de sus monturas. Los animales flacos o bien tratados, escuálidos u opulentos, se quedaban allí, donde los jinetes los dejaban, rumiando hierbas de las veredas y echando vapor por las narices. Estaban acostumbrados a sus amos y a la tranquila vida del poblado. Volvían más tarde, cargados con bolsas de comestibles o de herramientas, hacia las intrincadas alturas, subiendo por pésimos caminos o galopando infinitamente por la arena junto al mar. De cuando en cuando salía de una agencia de empeño o de una taberna sombría algún jinete araucano que, con dificultad,  montaba a su inmutable caballo y que luego tomaba el camino de regreso a casa, tambaleando de lado a lado, borracho hasta la inconsciencia.”

Fue cuando niño y en esta zona de mar y bosques, de volcanes y trigos, donde Neruda se acostumbró a andar a caballo.

“Fui habituándome al caballo, a la montura, a los duros y complicados aperos, a las crueles espuelas que tintineaban en mis talones.”

Una vez, lo convidaron a una trilla de yeguas. En esos tiempos –comienzos del siglo XX- la trilla del trigo, de la avena, de la cebada, se hacía aún a yegua.

“No hay nada más alegre en el mundo que ver  girar las yeguas, trotando alrededor de la parva del grano, bjo el grito acucioso de los jinetes…La trilla es una fiesta de oro. La paja amarilla se acumula en montañas doradas; todo es actividad y bullicio; sacos que corren y se llenan; mujeres que cocinan; caballos que se desbocan; perros que ladran; niños que a cada instante hay que librar, como si fueran frutos de la paja, de las patas de los caballos.”

Fueron quizás estos recuerdos de infancia los que lo inspiraron a escribir:

 

Caballos

Vi desde la ventana los caballos.

Fue en Berlín, en invierno. La luz
era sin luz, sin cielo el cielo.

El aire blanco como un pan mojado.

Y desde mi ventana un solitario circo
mordido por los dientes del invierno.

De pronto, conducidos por un hombre,
diez caballos salieron a la niebla.

Apenas ondularon al salir, como el fuego,
pero para mis ojos ocuparon el mundo
vacío hasta esa hora. Perfectos, encendidos,
eran como diez dioses de largas patas puras,
de crines parecidas al sueño de la sal.

Sus grupas eran mundos y naranjas.

Su color era miel, ámbar, incendio.

Sus cuellos eran torres
cortadas en la piedra del orgullo,
y a los ojos furiosos se asomaba
como una prisionera, la energía.

Y allí en silencio, en medio
del día, del invierno sucio y desordenado,
los caballos intensos eran la sangre,
el ritmo, el incitante tesoro de la vida.

Miré, miré y entonces reviví: sin saberlo
allí estaba la fuente, la danza de oro, el cielo,
el fuego que vivía en la belleza.

He olvidado el invierno de aquel Berlín oscuro.  

No olvidaré la luz de los caballos.

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