Nada nuevo bajo el sol

Blog Corral Victoria

Leamos con atención.

“Mi candidatura representa una antítesis violenta, un contraste definitivo y profundo de todo lo que simboliza y encarna el actual régimen. Se ha alzado como una protesta pública contra los escándalos administrativos, los peculados y los robos; como una reacción vigorosa de la conciencia nacional contra la corrupción política que agobia al país y que pesa como una lápida sobre su progreso material y moral; como la expresión de un deseo hondo y colectivo de que terminen de una vez y para siempre las complacencias culpables con los especuladores y agiotistas que encarecen la vida y trafican con el hambre y la miseria del pueblo; como un clamor unánime porque hayan orden y tranquilidad en este país transtornado por el desbarajuste social, la ineptitud de sus gobernantes, la injusticia, el abuso, la prevaricación, la concupiscencia y el fraude. Mi candidatura es precisamente eso: la expresión de un anhelo inmenso e incontenible hacia un cambio sustancial y profundo del actual orden de cosas. Por eso es invencible, por eso triunfará, por eso nadie podrá detenerla; y por eso son también estériles todos los esfuerzos con que otros, mezclados, ahora o ayer, y en una u otra forma en contubernios oscuros con el actual gobierno pretenden capitalizar para sí el enorme descontento, la tremenda angustia que sacuden y conmueven la entraña misma del cuerpo social.”

No estamos en el 2015, sino en la segunda mitad del siglo XX, cuando  se supuso que Chile  había tocado fondo y que debía finalizar -de una vez por todas – un largo ciclo de crisis y descomposición política que estaba afectando desde hacía más de veinte años  la institucionalidad chilena.

El contexto: las elecciones presidenciales de septiembre de 1952, donde, salvo Ibáñez del Campo, todos los demás candidatos  –  Arturo Matte Larraín, Salvador Allende y Pedro Enrique Alfonso – representaban  y  formaban parte  de una u otra forma, de  una maquinaria partidista que- con grandes diferencias doctrinarias, rivalidades, triunfos y derrotas, venían gobernando el país durante los últimos veinte años.  

Alfonso, miembro del partido Radical contaba con el apoyo de los socialcristianos y falangistas; Matte, independiente, era respaldado por la derecha liberal-conservadora y Allende, portavoz del partido socialista y apoyado por los comunistas, luchaban por llegar a La Moneda con un discurso que, sin plena conciencia de la verdadera realidad política, era en definitiva “más de lo mismo”.  Desmarcado de esa estrategia Ibañez, que contaba con el apoyo de dos pequeños partidos –El Agrario Laborista y el Socialista Popular- no parecía tener mayor respaldo popular, más aún cuando su primer gobierno, tildado de “dictadura” había terminado en un fuerte fracaso.

Al menos así lo pensaban los políticos de siempre y la gran mayoría de los expertos que hasta la  mañana misma del 4 de septiembre de 1952 –día de la elección- creían que la disputa final sería entre Matte y Alfonso.

Pero la sensación térmica en la calle, decía otra cosa. En las últimas semanas la candidatura de Ibáñez había mostrado un fuerte impulso, más aún cuando las cuatro marchas  simultáneas que cerraron su campaña en la capital habían sido todo un éxito. Lo que estaba generando el apoyo popular no era un programa con contenidos claros,  un planteamiento serio  y coherente basado en convicciones doctrinarias, en políticas públicas innovadoras, sino su capacidad para aglutinar el descontento a través de un lenguaje simple , directo y populista que prometía barrer con una escoba la burocracia, los negociados y a los políticos corruptos. Presentado como el “general de la esperanza”, como el hombre que se encargaría de eliminar de la actividad pública a las camarillas ineficaces, Ibáñez tuvo éxito. Ganó las elecciones con el 46,79% de los votos, pero su gobierno no supuso una inflexión en la historia política chilena. La crisis se volvió sistémica y sólo cambio de rumbo cuando en septiembre de 1973, se dio inicio a  un nuevo ciclo, cuyas consecuencias todos conocemos.

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