Blog Corral Victoria
Al igual que en todas las sociedades, la violencia es un fenómeno que ha estado presente en la historia política de Chile desde sus inicios. Ella, se manifestó de manera excepcional y aislada hasta que, luego del triunfo de la revolución bolchevique en 1917, comenzaron a organizarse en el país movimientos y partidos que al adscribirse a los principios teóricos y prácticos del marxismo-leninismo, plantearon por primera vez el uso sistemático y estratégico de la violencia como método de acción política para alcanzar el poder.
Fiel al marco ideológico en que se inspira, el Partido Comunista de Chile, fundado el 1 de enero de 1922, fue la primera fuerza política que planteó abiertamente llegar al poder a través de una revolución, aceptando la utilización de la violencia como mecanismo válido para lograr su objetivo. Este no es otro que “el derrocamiento de la burguesía, el dominio del proletariado, la abolición de la sociedad burguesa basada sobre las contradicciones de clase, y la construcción de una sociedad nueva sin clases y sin propiedad privada.”
Liderado por Luis Emilio Recabarren, ese mismo año de 1922, el Partido Comunista chileno se afilió a la III Internacional, cuyo primer Congreso -dirigido por Lenin- había establecido en 1919 que “la formación de la Internacional Comunista abre las puertas a la República Soviética internacional, a la victoria internacional del socialismo”.
Considerada por el propio Lenin como “el partido mundial de la insurrección y de la dictadura proletaria” la nueva organización –denominada también Komintern- funcionó hasta su disolución en 1943, “sancionando los programas de los diferentes partidos y organizaciones que adhieren a la Internacional comunista; examinando y resolviendo los problemas esenciales programáticos y tácticos… y organizando en los diferentes países, secretarías auxiliares técnicas o de otro tipo que le estarán totalmente subordinadas…” Muchos años después, en 1972, las condiciones no habían variado demasiado. En Chile, los partidos marxistas de la Unidad Popular, pese a ciertas diferencias tácticas, seguían reconociendo la subordinación ideológica a Moscú, hecho que el propio Salvador Allende como Presidente de la República reconoció al señalar abiertamente: “Nosotros denominamos nuestro hermano mayor a la Unión Soviética”
La profusa difusión por parte de los partidos comunistas adscritos al Komintern de que la revolución proletaria era sólo el inicio de un proceso irreversible y que “ella debía triunfar internacionalmente, como revolución mundial”, los convirtieron en un factor de desestabilización del sistema de relaciones internacionales al ubicarse como un elemento de subversión del orden mundial. “Los comunistas –señalaban los Estatutos de la III Internacional- no tienen por qué ocultar sus opiniones y propósitos. Abiertamente declaran que su objetivo no puede ser alcanzado por otro medio que por el derrumbamiento violento del régimen social.” En Chile, Luis Emilio Recabarren, acusado posteriormente de “aburguesamiento” y de abandono de la violencia revolucionaria por parte de grupos anarquistas y de algunos de sus propios camaradas, no escondía tampoco su concepción violentista: “Amo la violencia, soy partidario de la violencia, pero cuando su energía se aprovecha útilmente…Soy libre de llevar las armas que a mí me plazcan para hacer la revolución, y libre, a la vez, de deshacerme de las que vaya estimando inútiles o gastadas, o inofensivas, a mi debido tiempo…”
En una primera etapa, el interés de la URSS en ampliar su frente político internacional lo llevó a preocuparse especialmente de América Latina, creando en 1928 un Secretariado Sudamericano de la Internacional Comunista en Buenos Aires, lo cual permitía que las políticas generales que provenían de Moscú fueran operacionalizadas políticamente en el continente. Entre las instrucciones a seguir se señalaban “armar a los trabajadores y campesinos; la conversión del ejército en una milicia de obreros y campesinos; y el establecimiento del poder de los soviets de obreros, campesinos y soldados.”
Durante el I Congreso de Organizaciones Sindicales Revolucionarias de América del Sur que tuvo lugar en Uruguay en 1929, se materializó la coordinación soviética de la acción de los partidos comunistas en la región, resolviendo también aquí la necesidad de propagar las doctrinas de la Internacional “en primer lugar, entre las fuerzas armadas, porque en ellas se encuentra la masa viril de los pueblos.”
El carácter subversivo de las orientaciones políticas propuestas por los partidos comunistas en América Latina conspiró contra su expansión, generando fuertes rechazos tanto de fuerzas políticas locales como de las propias Fuerzas Armadas. En Chile, las acciones del Partido Comunista, -el cual desde su fundación no había cejado en su empeño de provocar la inestabilidad política, propiciando y alentando la violencia y la revolución- respondían estrictamente a los postulados doctrinarios del programa de la III Internacional, que entre otras cosas señalaba que “la dictadura del proletariado es una lucha tenaz, sangrienta e incruenta, violenta y pacífica, guerrera y económica, pedagógica y administrativa, contra las fuerzas y las tradiciones de la vieja sociedad.” Los abiertos llamados a la subversión, fueron respondidos claramente por el gobierno del General Carlos Ibáñez (1927-1931)quien no dudó en aplicar todo el rigor de la ley contra sus activistas e instigadores relegándolos-junto con otros adversarios políticos- a distintos puntos del territorio nacional.
Al iniciarse la década del 30, los esfuerzos por expandir la revolución mundial no estaban dando resultados ni en Europa ni en América Latina. En este último continente los fracasos políticos en Colombia, las dificultades con Sandino en Nicaragua, la represión contra las fuerzas revolucionarias en El Salvador, el frustrado intento de sublevación de la marinería en Chile (1931) y la abortada República Socialista de 1932 también en nuestro país, mostraban los magros resultados de una estrategia no sólo combativa y violenta sino que además excluyente. De hecho, los distintos congresos de la III Internacional habían planteado “una completa ruptura con los reformistas y la realización de una extensa propaganda en las secciones o agrupaciones del Partido a favor de esa ruptura como única manera de llevar a cabo una acción comunista coherente”. Ello provocó fuertes pugnas con otras fuerzas políticas de izquierda, las cuales siendo marxistas no aceptaban la subordinación al Komintern. Era el caso de la Alianza Popular Revolucionaria Americana –el APRA- en Perú y del recién fundado partido Socialista chileno entre otros.