Blog Corral Victoria
Durante las primeras décadas del Chile republicano, el combate a la delincuencia supuso un enorme esfuerzo pues no existía una institucionalidad judicial, policial ni penitenciaria acorde con las necesidades y la pobreza del erario.
Tampoco existían cárceles. En la Colonia, la isla Juan Fernández –conocida en esa época como Más a Tierra- había sido el lugar de presidio para los criminales más peligrosos, convirtiéndose en una verdadera Bastilla de Hispanoamérica pues allá llegaban también los condenados por los tribunales de Lima y Quito. Los presos eran transportados sólo con una camisa, una cotona, un pantalón y un jergón para dormir; al llegar, se les soltaba en la playa dejándolos como verdaderos salvajes. Luego, a partir de las guerras de Independencia, la isla se convirtió en lugar de confinamiento político por lo que simplemente no había donde ubicar a quienes cometían delitos comunes o crímenes.
De hecho, en 1840 en muchos pueblos no existían cárceles y las que había eran tan precarias que los reos se fugaban rápidamente y volvían a delinquir. La carencia de cárceles y el hacinamiento en las existentes hacía imposible llevar a cabo lo que en teoría se expresaba en las normas legales. Los presos vivían un verdadero tormento, faltando incluso fondos con que alimentarlos, como señalaba Mariano Egaña en su memoria ministerial. La imposibilidad de mantenerlos separados posibilitaba “el funesto contagio de la depravación: la instrucción moral y religiosa que debe administrársele, -y que en ningún lugar ni en ninguna situación de la vida es más necesaria- , se deja ver que falta en la mayor parte de nuestras cárceles”.
La situación era mucho peor en los campos. El ministro de Justicia se quejaba que “si en los pueblos no hay cárceles seguras para retener a los malhechores que infestan sus cercanías, mucho menos las hay en los campos en donde la policía de seguridad y la administración de justicia criminal, están confiadas al brazo fuerte del juez, que para cumplir con sus deberes se ve obligado a convertir en prisión su propio domicilio.”
De ahí que insistentemente Egaña manifestara la necesidad de restablecer el presidio de Juan Fernández “u otro equivalente en algunas de las islas chilenas, pues la experiencia ha acreditado que los reos de graves delitos y condenados por largo tiempo, no pueden sino que cumplir su pena en un lugar que les sea imposible o muy difícil fugarse.”
Los escasos presidios urbanos llevaron a idear un sistema de “carros” para los condenados. Se trataba de jaulas de fierro asentadas en carretas tiradas por bueyes. En cada una de ellas había tres secciones horizontales donde se podían mantener a seis presos acostados y sujetos de dos en dos mediante cadenas remachadas a un aro o anillo de fierro en torno al tobillo. Estos reos eran traslados de un lugar a otro y se les hacía realizar trabajos forzados, inculcándoles disciplina, laboriosidad e instrucción laboral.
Presidio ambulante
“Se ha celebrado una contrata con los señores Jacob y Brown, de Valparaíso, para la construcción de 20 carretas, con el objeto de establecer un presidio ambulante que reemplace al de Juan Fernández, y trabaje principalmente en la apertura de caminos y otras obras de utilidad común; proyecto que sin aumentar los costos con que actualmente grava el presidio al erario, los hará mucho más fructuosos al público, evitará el peligro, que hemos visto más de una vez realizado, del levantamiento y fuga de un número considerable de facinerosos, capaces de los más atroces atentados; proveerá mejor a una reforma laboral, infundiéndoles hábitos de laboriosidad y disciplina; y substituirá a la confinación en una isla remota y desierta una pena más a propósito para producir el escarmiento, que es el objeto primario de la legislación Penal”.
Miranda, D. Un siglo de evolución policial. De Portales a Ibáñez.
El sistema, obviamente no era el más adecuado y así lo reconoció Manuel Montt, el nuevo ministro del ramo que asumió en 1841 con Manuel Bulnes de Presidente. “El presidio ambulante, destinado a recibir a los reos de mayor condena, ha manifestado palpablemente en el periodo del que estoy hablando, que no puede corresponder al designio con que fue establecido. Es preciso convenir en que el sistema de carros, privando al hombre de todos aquellos estímulos que pudieran despertar el arrepentimiento o la esperanza de mejorar su suerte, es muy a propósito para pervertir su corazón con el despecho, y disponerlo a cometer cualquier género de atentados”.
El año 1841 estalló una sublevación “que consternó al Gobierno y a los ciudadanos” donde murieron 27 presos y otros 20 huyeron. Se requería urgentemente pensar en un nuevo “sistema de corrección más humano y provechoso”, donde los reos, debidamente custodiados para seguridad de los inocentes, trabajen para evitar la desmoralización completa que trae la ociosidad”. En definitiva, se requería de un sistema de castigo moralizador “más en consonancia con las ideas y adelantos del siglo”. Los “carros” fueron combatidos por Andrés Bello y Domingo Faustino Sarmiento quienes lograron conseguir su abolición en 1847.