La vida de los colonos en La Araucanía

Blog Corral Victoria

Muchos de los colonos extranjeros que a comienzos del siglo XX se establecieron en La Araucanía pensaban que llegaban a la “tierra prometida”.

Los que venían con un contrato bajo el brazo, debían cumplir con cláusulas muy estrictas. Les asignaban sólo 38 hectáreas en concesión, más dieciocho adicionales por cada hijo hombre. De ahí que los predios fueran de distintos tamaños. Se les entregaba una pensión mensual, por un tiempo, asistencia médica gratuita, una yunta de bueyes, tablas y clavos para construir sus casas y una variedad de semillas, pero ¡otra cosa es con guitarra! El colono quedaba comprometido a establecerse con su familia en el terreno indicado, cultivar la tierra, hacer mejoras y pagar al cabo de algunos años el aporte dado por el Estado. No era fácil la cosa. No existían ni cercos, ni caminos ni casas. Había que hacerlo todo. Los predios se delineaban por enormes fosas de dos metros de ancho y un metro de profundidad. La madera se cortaba con hacha y había que abastecerse muy bien en invierno.

Se desgranaba maíz y se seleccionaban papas mientras afuera caía la lluvia. A las seis de la tarde había que encender la lámpara a parafina. Luego se comía. Después, para los más cultos, venía la lectura. Todos tenían que aprovisionarse para el invierno, por lo que iban al pueblo a comprar las “faltas”, como los veintitantos kilos de azúcar en pancito, que elaboraba la refinería de Penco. Antes de esto la materia prima provenía de Hamburgo en forma de cono y había que romperla a martillazos. Los tarros de parafina para el alumbrado venían separados por un trozo de madera los cuales, una vez consumidos, se usaban para guardar manteca de cerdo, muchos kilos de café para tostar, café de higo, arroz, harina. Cuando ya se tenían las provisiones, se podían distanciar los viajes al pueblo.

Éstos eran un verdadero infierno, sin caminos. En Quecheregua, en medio de la nada, había un pequeño fortín consistente en una casa que sirvió de cuartel a un grupo de policías rurales con uniforme azul marino y vivos rojos, armados con carabina y un gran sable, montados a caballo. Ellos tenían la misión de resguardar la zona de bandoleros, ladrones y cuatreros para la seguridad de los recién llegados.

Lo que más impresionaba era la maravilla del paisaje. Los esteros casi no tenían cauce y corrían a ras de la tierra con brotes de agua cristalina, incluso con lluvia porque no había cultivos que enturbiaban el agua.  Las explanadas estaban cubiertas de Teatina, una gramínea hoy poco conocida. En verano ondulaba al viento, dando a los campos un destello plateado. La montaña estaba cubierta de robles, raulíes, avellanos, boldos, olivillos…en fin un paraíso. También aparecía habitualmente el temido puma, el zorro, el coipo y el apestoso chingue. Las bandadas de loros Choroy formaban verdes nubes de un kilómetro de largo, decenas de miles. También había torcazas, tórtolas, zorzales, perdices, patos silvestres y queltehues.

No había mucha entretención. Los colonos eran gente de trabajo que sólo se preocupaba de cumplir sus compromisos y cuidar de la familia. La vida era muy austera. Las compras se hacían al contado, ¡ni pensar en crédito! Sin embargo, se entretenían con naipes y cosas así. En su mayoría, los pasatiempos eran para los hombres. En vísperas de domingo se cargaban los cartuchos de la escopeta y se preparaba un cocaví para pasar el día de caza. También los domingos se visitaban entre vecinos, se celebraban las fiestas patrias: 14 de julio (Francia), el 1º de agosto (Suiza) y el 18 de septiembre. Competencias de tiro al blanco. Las mujeres se dedicaban a cocinar, a labores como bordado o tejido y a la crianza de los hijos.

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