La literatura de Ficción como fuente de la Historia. Utilidad y limitaciones.

      “Parece natural -señaló en una oportunidad Manuel Rojas- que la literatura de un país tienda consciente o inconscientemente a retratar la vida de ese país y de sus habitantes, no tan sólo porque el que escribe lo quiere así o se lo propone así, sino porque en verdad, la única experiencia que tiene es la suya propia y esa experiencia está vivida en ese país. Ahí está el único paisaje que conoce y siente, los únicos hombres y mujeres sobre quienes directamente sabe algo, cómo hablan, cómo viven, cómo trabajan, a veces en qué piensan, cosas todas que forman parte de su experiencia, esa única experiencia que tiene.”[1]

      Este seminario de una u otra manera está acogiendo el planteamiento de Manuel Rojas. Lo que se quiere aquí es recrear algunos aspectos de nuestra historia a partir del análisis de parte de su literatura, en especial de su literatura de ficción.

     Sin embargo, este intento que hoy y a primera vista nos parece muy natural y lógico, no hubiera contado -digamos hace diez o quince años atrás- con la aceptación y el beneplácito de muchos de nuestros historiadores profesionales. Y es que durante mucho tiempo hubo una consciente desconexión entre ambas disciplinas, pese a los muchos puntos en común que poseen y a la utilidad que pueden prestarse mutuamente.

      La desconexión fue mucho más intensa por parte de los historiadores. Influenciados por distintas corrientes historiográficas durante el correr de este siglo, la mayoría ha tenido, hasta hace poco, un casi visceral rechazo tanto a hacer uso de la literatura de ficción, en especial la novela, como fuente para el estudio de la historia como a utilizar, sin temor, una prosa y un lenguaje literario, en la elaboración de sus trabajos científicos. A lo más, la literatura, en sus diversas expresiones, ha constituido -salvo para contadas excepciones- un buen “relleno anecdótico que buscaba amenizar un texto considerado demasiado farragoso”[2]

      El primer gran cuestionamiento que vino a enturbiar las aguas en donde apaciblemente convivían desde siglos la historia y la literatura, (no olvidemos que la historia desde la Antigüedad se juzgaba como una rama de la retórica) surgió del positivismo. En un momento en que la ciencia -y la historia quería serlo, por cierto- se convirtió en una especie de religión de la humanidad, ¿Qué sentido, valor o utilidad podía tener para ella -que, debía moverse fundamentalmente en el terreno de lo real, de lo vivido- el que, abandonara el suelo firme que le era propio, para internarse en el irreal y subjetivo mundo de la fantasía novelesca?

      Desde fines del siglo pasado, uno de los supuestos epistemológicos que con más fuerza subyacieron detrás del trabajo del historiador fue el de la objetividad. Sólo a través de ella se alcanzaba la verdad y, por tanto, la categoría de ciencia. El status de “cientificidad” adquirido por la historia implicaba como una de sus grandes metas, la necesidad de obtener un relato objetivo y verdadero de la realidad pasada, algo que, entre otras cosas, sólo podía alcanzarse a través del uso de documentos que prescindieran de todo elemento imaginario o irreal que pudiera quitarle veracidad u objetividad a la presentación histórica de los hechos y personajes estudiados. Dicho de otro modo, las fuentes de las cuales la historia debía nutrirse tenían que ser documentos cuyos contenidos entregaran datos empíricos y fidedignos, capaces de pasar la más exhaustiva crítica heurística. En este contexto, como es de suponer, la literatura y más aún la novela, no podía tener cabida.

      De nada sirvió que influenciados también por el positivismo, algunos escritores intentaran alcanzar el status de “científicos”, subordinando la función lúdica que hasta ahora habían cumplido, por una función utilitaria, de tipo social. La novela, bajo la hegemonía impuesta por el naturalismo literario, intentó convertirse en una fiel expresión de la realidad, cuya misión era enseñar a los lectores a conocer las virtudes y defectos de la naturaleza humana y de la sociedad y a cooperar a corregir sus errores. Queriendo ser tomados en serio, en un tiempo en que no ser considerados científicos era una especie de pecado, los novelistas acentuaron el carácter documental de sus obras, entendiendo que debían investigar su mundo circundante describiéndolo con todo detalle y exactitud.

      En Chile el naturalismo literario en sus distintas vertientes, realista y costumbrista, dominó fuertemente el quehacer narrativo de nuestros escritores. Alberto Blest Gana, Luis Orrego Luco o Joaquín Edwards Bello, por mencionar sólo a algunos, insistieron en darle a sus obras un carácter documentalista. Augusto D Halmar, por ejemplo, no presentó su novela Juan Lucero como tal, sino como un “estudio social” y Pedro Balmaceda, definió el género como “un gran documento, nuevo aún, pero que los historiadores que después vengan, juzgarán, sin duda alguna, como el más completo, el más acabado que las generaciones dejen a su paso, y como la expresión de sus ideas y de las costumbres de este siglo.”[3]

      Sin embargo, la labor realizada por estos escritores durante las primeras décadas de este siglo, no fue suficiente. Nuestros historiadores, estaban encerrados en una especie de “autismo disciplinario” que les impedía valorar lo que coetáneamente se estaba haciendo en el ámbito literario. Además, los grandes temas que interesaban historiar en ese tiempo se enmarcaban más bien en la línea de la historia política y militar, por lo que también en ese aspecto, poco sentido y valor podía tener el aporte informativo entregado por novelas más bien de compromiso y crítica social. Por último, seguía preocupando el hecho que por definición el novelista tejía su trama a partir de su imaginación, lo que no se condecía con la búsqueda de la verdad, misión última por alcanzar de parte del historiador.

      Por otra parte, y a medida que este positivismo objetivista fue siendo desplazado, a partir de la década del 40 comenzaron a cobrar fuerza en Chile otro tipo de influencias historiográficas que, conviviendo con la anterior, pero desde otra perspectiva, también cooperaron a alejar a la historia de la literatura. Estas, representadas por tres grandes modelos explicativos del acontecer histórico: el modelo marxista, el de los Annales y el cliométrico, compartían, pese a sus diferencias en otros planos, una visión similar en cuanto a concebir que las fuerzas directrices de la historia eran impersonales, que la atención del historiador debía centrarse en el estudio de los procesos y no en los acontecimientos, que el énfasis debía ponerse en los grupos y no en los individuos y por último, que uno de los métodos más científicos y adecuados para captar dichas globalidades era el cuantitativo. En este contexto, la narrativa, que durante siglos había hermanado a la historia con la literatura, comenzó a perder sentido. Centrada en una exposición principalmente cronológica y descriptiva que priorizaba el relato de “historias” particulares, la narración tuvo que ceder paso a otro tipo de prosa y lenguaje, más estructural, analítica y estadística que al combinar las técnicas de análisis propias de las ciencias sociales con todo un enmarañado corpus teórico, complejizó a tal punto la entrega del saber histórico, que muchas veces lo hizo ininteligible.  De ahí que no es de extrañar que muchas obras históricas, indiscutidas por sus aportes al conocimiento del pasado, hayan pasado desapercibidas para la masa del público lector y que la historia comenzara a perder el atractivo que durante tanto tiempo tuvo.

      Sin embargo, -para bien de la historia, supongo- en estos últimos años las cosas están tendiendo nuevamente a cambiar y hoy es claramente perceptible en nuestra historiografía un giro hacia lo literario. Este giro -incentivado entre otras cosas por el principio de la interdisciplinariedad- se manifiesta por lo menos en los dos aspectos a que anteriormente he hecho referencia. Por una parte, un creciente interés en el uso de fuentes literarias y por otro, el resurgimiento de un tipo de texto histórico que tanto por el estilo como por las temáticas que aborda, no se diferencia, en lo formal, del texto literario.

      Este cambio se enmarca dentro de los renovados supuestos que informan la historiografía actual que no sólo ha desplazado su atención -como ha dicho Le Roy Ladurie- de la historia de las cantidades a la historia de las mentalidades, sino que también ha diversificado enormemente su objeto y método de estudio, revalorizando al individuo y su experiencia de vida por sobre los análisis generalistas, colectivos y estadísticos.

     Pero a diferencia de la historia tradicional, el interés por las biografías individuales no ha quedado limitado sólo a las grandes figuras históricas, sino que también se extiende a aquellos individuos comunes y corrientes, “normales” o marginados de cuya historia poco o nada se conoce. Se trata de estudiar su cotidianeidad y los sucesos y circunstancias que a éstos les tocó vivir, no tanto por sí mismas, sino por lo que pueden revelar acerca del modo de ser, de pensar y de sentir de una sociedad determinada. Descubrir, entre otras cosas, las motivaciones que movilizaron a la acción o a la pasividad a ciertos individuos o grupos, internarse en el mundo de sus imágenes y fantasías, buscar conocer sus ambiciones y temores ocultos, intuir sus aspiraciones, ha pasado a ser un objetivo a lograr, objetivo que ha obligado al historiador a rastrear información en fuentes que antaño había objetado y despreciado. Así, aparte de las cartas privadas, los diarios de vida, las memorias y autobiografías, la novela -“el documento imaginario” por excelencia, según la feliz expresión de Jacques le Goff-, ha venido a ocupar un lugar de privilegio como fuente para este nuevo e interesante ámbito de estudio de la historia. Está de más decir, por otra parte, que estas nuevas preocupaciones temáticas del historiador han significado un mayor acercamiento al lenguaje y estilo literario: en palabras de Stone, un retorno a la narrativa.

      En síntesis, la historia, vinculada desde sus orígenes a la literatura, vuelve, después de casi un siglo y medio de paréntesis, a retomar el camino de su tradición primera: Ha vuelto a contar historias, aunque ahora lo hace de manera más compleja; rescata héroes anónimos, redescubre situaciones cotidianas en aldeas y ciudades olvidadas, penetra en la intimidad de personajes públicos y privados, analiza pautas de comportamiento social íntimo, aborda temas como la familia, el amor, el sexo, el matrimonio, la locura y la muerte. En definitiva, el historiador se interesa por todo aquello que por mucho tiempo ha conformado el material básico del novelista.

      Ahora bien, cabe preguntarse, de donde proviene el material que usa el novelista para crear su obra literaria. La pregunta es fundamental porque de dicha respuesta se podrá deducir, en definitiva, la legitimidad del uso de la literatura de ficción como fuente para la historia, tema central de esta conferencia.

      Dicha legitimización, sin embargo, implica admitir previamente dos presupuestos que, a mi juicio, son básicos: por una parte, comprender que imaginación e historia no son incompatibles, y que por lo tanto las fronteras entre ficción y realidad son menos drásticas de lo que parecen y por otra, que no existe tampoco, en esencia, una diferencia sustantiva entre las fuentes documentales que describen a personajes y acontecimientos reales, y aquellas que narran tramas inventadas o soñadas. Rechazar estas últimas fuentes, implica en último término desconocer que el elemento imaginario constituye una parte fundamental del quehacer cultural del hombre, impidiendo con ello que la historiografía pueda cooperar a la comprensión, de aspectos tan esenciales como por ejemplo las pautas de comportamiento de las sociedades pretéritas.

      ¿Por qué sostenemos que imaginación e historia no constituyen en sí una dicotomía? 

      Partimos de un hecho innegable: el historiador no trabaja con los hechos mismos. Estos son únicos e irrepetibles y no pueden -por más que quisiéramos- reproducirlos en un laboratorio. El historiador no trabaja con la realidad histórica sino con los vestigios y documentos que sobre esa realidad se conservan. Las fuentes son, en definitiva, su materia prima. Pero su labor no consiste sólo en ordenarlas y empalmarlas para hacerlas inteligibles. Cuando existen, las pondera, las critica, las combina y las interpreta, y a partir de ellas organiza y estructura su relato. Su actividad es por tanto, una actividad eminentemente creativa, en la cual la imaginación no ha podido estar ausente. El historiador imagina el pasado, un pasado que no puede observar directamente y si bien lo reconstruye a través de fuentes que han pasado por un tamiz crítico, éstas hablan sólo cuando el historiador las interroga, pensando e imaginando que tipo de información puede sacar de ellas.

      Por otra parte, cuando las fuentes no logran cubrir toda la información que él necesita para recrear un acontecimiento, una situación, un momento, también hace uso de su facultad inventiva, llenando con su imaginación que no necesariamente es irreal o mentirosa, los vacíos que éstas le han dejado. Ya Collingwood -por citar a un clásico en el tema del conocimiento histórico- nos ha advertido contra el prejuicio de pensar que aquello que imaginamos, necesariamente tiene que ser irreal. La imaginación nos dice, no es esencialmente caprichosa, arbitraria o falsa. “Si yo imagino -pone como ejemplo-  que un amigo que ha salido hace poco de mi casa entra en este momento a la suya, el hecho que yo imagine tal acontecimiento, no me da la razón para suponerlo irreal.”[4]  Cabe preguntarse, entonces, como lo hace un destacado historiador argentino, Carlos Mayo, “¿Es la imaginación del historiador distinta de la del escritor de ficción porque uno, el historiador, está condenado a imaginar lo más fielmente posible la realidad y el otro puede en cambio, jugar libremente con ella, impostarla o ignorarla por completo?”[5]  La obra historiográfica, como la obra literaria, son en última instancia un producto de la imaginación y pocos, sin embargo, han desacreditado a la historia por decir falsedades o la han cuestionado por ese hecho. “La verdad -decía Marcusse- no sólo se encuentra en la racionalidad, sino que está también, y puede ser que todavía con mayor intensidad, en lo imaginario.”[6]

      Esto nos lleva al segundo presupuesto que a mi juicio legitima la utilización sin restricciones ni miedos de la literatura de ficción para hacer historia. Todos los sistemas de signos que el hombre produce, sean estos reales o ficticios forman parte del universo de intereses que al historiador le interesa recrear. No hay en historia documentos desechables, en la medida que tampoco hay temas desechables. Como sostiene Marrou, la historia se hace con fuentes, entendiendo por tales “todo aquello que, siendo herencia que recibimos del pasado, puede interpretarse como señal de la presencia, actividad, emociones y mentalidad del hombre de antaño.”[7]

      En este contexto y por su carácter representacional, la novela constituye una fuente privilegiada ya que en ella el autor -que está ineludiblemente contaminado de historicidad- no sólo vierte una parte importante de sí mismo, su experiencia vital inserta en sus circunstancias reales, materia de por sí interesante de estudiar, sino que también, -gracias a su imaginación- la imagen que se ha forjado del mundo que lo circunda. En la formación de esa o esas imágenes, ha intervenido tanto la fantasía como la experiencia y observación de la realidad, siendo la combinación de una y otra lo que lleva al escritor a crear su obra de ficción. Muchas veces estos elementos no se distinguen -y ahí hay un problema metodológico a dilucidar- pero ambos constituyen un material histórico de enorme riqueza para el historiador.

      Más allá de lo que pudiera pensarse, la información y los datos que nos proporciona la novela no se restringen solamente a los hechos mismos. Es cierto que las descripciones que ellas nos entregan de paisajes, lugares, ambientes, costumbres y situaciones de vida cotidiana pueden ser de gran utilidad para el historiador. De hecho, como se verá en las exposiciones que siguen, novelas chilenas como Sub-Terra, Sub- Sole, Juana Lucero, Mercedes Urizar, la Chica del Crillón, Casa Grande y tantas otras, describen el medio físico en que se desenvuelven los mineros, las prostitutas, el maestro rural, la clase media urbana y la aristocracia. Dicha información de por sí es valiosa. Nos introducen en los espacios interiores y cotidianos de distintos estratos sociales y nos permiten conocer las costumbres, el folclore y ciertos rasgos peculiares de sociabilidad que obviamente no encontramos en las llamadas fuentes tradicionales. Pero, mucho más importante aún, es la información que en general entregan todo tipo de novelas -no necesariamente realistas o costumbristas-  de los caracteres, ideas, valores, sensibilidades y sentimientos de una época determinada, información que siempre se trasunta en la presentación que el novelista hace de su trama y de sus personajes. No importa que éstos sean héroes o antihéroes, hombres, mujeres o niños, aristócratas, burgueses, obreros o campesinos. Menos importa que estos personajes sean reales o imaginados, que el autor utilice modelos sacados de su entorno presente o del imaginario colectivo, lo que importa es que todos ellos hablan, actúan, piensan y sienten a partir de la experiencia que el autor tiene de lo que ha visto, pensado, sentido e imaginado como ser social que vive en una época que no ha podido dejar de influirlo. Como dice el gran escritor mejicano Carlos Fuentes, “la imaginación no es sino la transformación de la experiencia del novelista en conocimiento,”[8] experiencia que si el historiador sabe rescatar, le permite penetrar en campos hasta ahora vírgenes.

      En síntesis, la historia se alimenta de la novela en la medida que la novela se nutre de la historia. Con todo, hay problemas de carácter metodológico que pueden restringir el uso de la novela como documento testimonial. El más aducido es el que dice relación con las dificultades que entraña discriminar en ella los planos de lo real e imaginario, enfatizando la subjetividad inherente que éstas poseen. [9]Yo diría que esta limitante es valedera de la misma manera que lo es para cualquier otro tipo de testimonio. Todo el que escribe, cronista, periodista, escritor e historiador, nunca puede, por mucho que lo desee, ni reproducir de manera exacta y completa la realidad que tiene ante sus ojos, ni puede tampoco evitar que esa realidad se contamine con su experiencia. Por lo tanto, cuando se expresa, siempre está limitado a ser un representador de imágenes y signos que serán interpretados por otros. Por lo tanto, no hay documento escrito que esté exento de este problema.

      Lo que pasa es que en el caso de la novela, al historiador le interesa, para sus fines investigativos, poder discriminar en que medida las ideas, valores y sentimientos que se expresan en un texto de ficción responden al mundo de los personajes o al del autor, en qué medida son particulares de éste, propios de su ambiente social o compartidos por toda la cultura de su época.[10] Si estoy investigando al personaje Baldomero Lillo, lo que me interesa de su obra es algo distinto a si estoy estudiando como vivían los mineros del carbón o cuales eran las preocupaciones existenciales de un obrero de esa época. De sus novelas, por poner sólo un ejemplo, puedo sacar esos tres tipos de información y dependiendo de cuál es la que me interesa es que debo saber abordar su contenido. En líneas generales, todo depende de cómo interrogo, depende también del análisis que haga de la coherencia interna del texto, del exámen que realice de las fuentes de inspiración del autor, del cruce de información que establezca con otro tipo de novelas similares escritas en el mismo período y con la confrontación de todas ellas con fuentes extra-literarias. En el fondo, cumplir con todos los pasos que nos han permitido, pese a todo, ser creíbles.

              

     [1] Rojas, Manuel Historia Breve de la Literatura Chilena, Santiago, Zig-Zag, 1964, pág. 125.-

     [2] León, Marco Antonio. “Historia y Literatura, un encuentro necesario”. En: Revista Mapocho,Nº 33, Santiago, 1993, pág. 146.-

     [3] Balmaceda Toro, Pedro. Citado en: Promis José. La novela chilena del último siglo., pag.12

     [4]Collingwood La idea de la historia. pág. 234

     [5] Mayo, Carlos. “Historia y Literatura.”

     [6] Marcusse H. Conversaciones con… En: L Express

     [7] Marrou, H. El conocimiento histórico. pág. 50

     [8] Fuentes Carlos. La geografía de la novela, pág. 11.

     [9]León, Marco Antonio. “Historia y Literatura. Un encuentro necesario” revista Mapocho, 1993.

     [10] Avilés F. Juan. “Fuentes literarias e historia social.”

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