Blog Corral Victoria
Al iniciarse la década de 1930, aparecieron en escena varios grupos característicos de jóvenes que tuvieron gran importancia política y espiritual en el Chile de esa época y de los años siguientes. Lo que hicieron o intentaron hacer fue romper definitivamente con la mentalidad del Chile del siglo XIX. A su manera, continuaron con la autocrítica que se había iniciado al despuntar el siglo, buscando caminos para hacer de nuestro país un espacio de diversidad a partir del conocimiento.
Formaban parte de estos grupos una serie de jóvenes que provenientes de diversos ámbitos sociales y económicos fueron abriéndose paso en el mundo de la cultura, la ciencia y la política. Entre ellos destacaban Mario Góngora, Jaime Eyzaguirre, Julio Philippi, Jorge Prat y Armando Roa; Eduardo Frei, Bernardo Leighton, Manuel Antonio Garretón, Ignacio Palma y Radomiro Tomic; Manuel Atria, Clarence Finlayson, Rafael Gandolfo, Jorge Millas; Eduardo Anguita, Braulio Arenas y Roque Esteban Scarpa, Alberto Cruz; Jorge Marshall,Juan Borchers, jóvenes que querían pensar a Chile desde su propia identidad.
¿Que había en común entre ellos? La mayoría había nacido alrededor de la década del 10 y por lo tanto vivieron su niñez, adolescencia y parte de su juventud enfrentados a una realidad histórica crítica y compleja que le dio un sello propio a toda la generación: el mundo del período de entreguerras.
Si bien muchos eran niños cuando Europa se abatía en luchas mortales producto de la I Guerra Mundial y de la Revolución Rusa, crecieron escuchando de sus padres las alternativas de dichos acontecimientos y- más decidor para ellos- fueron testigos de sus consecuencias. Poco a poco, en forma natural, comenzaron a adquirir conciencia de la existencia de pugnas ideológicas y militares entre las grandes potencias; presenciaron el surgimiento y consolidación de los grandes “ismos” contemporáneos, experimentaron el efecto de la crisis económica de 1929 y tomaron apasionado partido a favor o en contra de uno de los bandos tanto de la Guerra Civil Española como posteriormente de la II Guerra Mundial.
En un mundo cada vez más interrelacionado, Chile recibía el impacto de los sucesos europeos, viviendo a la vez su propio proceso. Hacia 1920, el país despertaba del letargo e inmovilidad política y social que caracterizó a nuestro somnoliento régimen parlamentario, iniciando un camino de cambios y transformaciones de gran trascendencia. Período de inestabilidad –propio de los tiempos de crisis- ese fue el Chile de Arturo Alessandri y de su “querida chusma”, de los golpes militares y de la “presidencia dictatorial y modernizante de Carlos Ibáñez del Campo”, como la llamaría Góngora; del Frente Popular y la ascendente participación de la mesocracia en las actividades públicas. Fue también la época en que la Iglesia Católica fortaleció su preocupación por la “cuestión social” y nuevos e ideologizados partidos recibieron en sus filas a una juventud que llena de ideales, buscaba participar activamente en la construcción de una sociedad más abierta y culta.
Marcados de una u otra forma por la cruda y violenta realidad, esa generación estuvo llana y receptiva a las diversas directrices intelectuales y políticas que pululaban por el mundo, en especial aquellas que provenían de Europa.
Los ojos de esa juventud, miraban anhelantes hacia el Viejo Continente, cuna de todos los “ismos”, desde el comunismo, al fascismo y el social cristianismo. Muchos tenían la percepción que –como decía Godofredo Iommi- “era la primera vez en la historia que, en un cuarto de hora más, se iba a realizar la felicidad en la tierra.” La seducción por las revoluciones de distinto signo no era de extrañar: la aparente coherencia lógica de sus concepciones globales de la sociedad y el Estado, el énfasis social, las innovaciones políticas…la liturgia de sus actos de masas etc., no dejaban indiferentes a quienes buscaban soluciones absolutas para un mundo en crisis.
Desde una perspectiva intelectual, estos jóvenes pudieron establecer contactos con diversas corrientes del pensamiento. Los católicos, con el “renacimiento católico francés” representado por León Bloy, Charles Peguy, Jacques Maritain y otros como ellos. Los izquierdistas con el marxismo stalinista y trostkista y también con Freud , mientras los artistas gracias principalmente a la huella que abrió Vicente Huidobro, con las escuelas surrealistas e innovadoras en la arquitectura, música y arte.
Ansiosos de aprender, esa juventud quiso imbuirse de una nueva cultura, utilizando el libro, la reflexión, la acción y el diálogo como principales herramientas de formación.
Esta fue una generación eminentemente lectora. La ausencia de medios de comunicación masivos y redes sociales, los convirtió en grandes devoradores de libros. Por primera vez –diría Armando Roa- se hicieron familiares a través de lecturas directas y en un ámbito amplio los nombres de Bergson, Proust, Joyce, Dilthey, Max Weber, Gide, Sheller, Husserl, Jaspers, Kiekergaard, Heidegger, Russel, Spengler, Junger, Pound y tantos otros…
Sin embargo, la tarea no se les hacía fácil. Pese a que objetivamente existían ciertas condiciones que facilitaban el acceso al libro (no se hubiera concebido el IVA) tenían la impresión que todo lo aprendían en base a textos de segunda mano, sin llegar a las fuentes mismas. Tanto en el colegio como en la Universidad se les hablaba sobre determinados pensadores pero era muy difícil encontrar en las librerías de Santiago obras originales de cualquier clase. Algunos pensadores importantes como Santo Tomás, Descartes, Kant, por ejemplo, estaban en malas traducciones.
Con todo, el deseo de estar al día hacía que algunos se contentaran con los títulos que –a un peso veinte- lanzaba la editorial Ercilla. Leíamos con un grado de ansiedad –me comentaba Tomic- increíble, sin disciplina, de todo, sin olvidar el teatro, la poesía y la novela. Góngora se despachaba cuatro o cinco libros a la semana y toda discusión seria implicaba argumentación sólida a partir de fuentes también serias.
Junto con todo ello, esta generación tuvo especial preocupación por conocer sus propias raíces culturales. Se daban cuenta que Hispanoamérica para unos, Latinoamérica para otros, era un continente no bien definido desde el punto de vista cultural. Jóvenes como Eyzaguirre, tendían a valorar la herencia española y sentían que el destino de los países americanos debía enmarcarse dentro del amplio contexto de la cultura cristiana occidental. Para Góngora o Roa, en cambio, América tenía su propia individualidad cultural la cual había que descubrir.
Sin duda, el bagaje cultural de esta generación no tiene parangón con las que siguieron. A los amplios conocimientos que adquirían a través de los libros, habría que agregar las extensas discusiones en torno al significado de la vida, la ciencia, la política y el arte que tenían lugar en los centros de estudios, academias, partidos, instituciones eclesiásticas, clubes y cafés.
Eran tiempos que sin duda hoy se echan de menos….