¿Historia Oficial?

Diario La Tercera. 
12 junio 2002

  No olvido la formación del Instituto de Historia de la Universidad Católica, que me permitió conocer a muchos clásicos de teoría de la historia.  Destaco entre ellos a Collingwood, Marrou, Croce, Carr y M. Bloch, de quienes aprendí que el historiador tiene un imperativo ético: reconstituir, en la medida de lo posible, la verdad de lo acontecido y evitar convertirse en juez de lo que investiga.

  “Comprender, no juzgar” fue el lema que se grabaron muchos aprendices de historiadores que, a comienzos de los años 70, pululaban por los patios conventuales del campus de Diagonal Oriente: Pepe Larraín, Joaquín Fermandois, Cristián Gazmuri, Mariana Aylwin, Sol Serrano, Sofía Correa, Nicolás Cruz, entre muchos otros compañeros de generación.

  Con ellos compartí no sólo la fascinación por el estudio de la historia, sino también el haber vivido momentos y procesos de importancia decisiva para nuestro país.  Las experiencias de aquel tiempo influyeron en nuestra manera de ver, de sentir y de apreciar la realidad, optando en consecuencia por el camino que cada uno consideraba adecuado en ese momento.  Fue entonces lógico y natural que, pese a compartir una formación común, entre nosotros existieran diferentes puntos de vista, criterios, sensibilidades y estilos que, con el paso del tiempo, se han hecho evidentes a la hora de publicar nuestras investigaciones.

  Obviamente, el acontecimiento que dividió las aguas en esta generación fue el 11 de septiembre de 1973 o, para ser más exacta, el sentido y alcance del proceso político, económico, social y valórico que se inició ese día.  No creo aventurarme demasiado al decir que ninguno de quienes vivimos ese período somos partidarios de evitar el estudio o la enseñanza de la historia de Chile de los últimos cuarenta años.  De hecho, la mayoría de nosotros ha centrado su atención justamente en historiar las últimas cuatro o cinco décadas de nuestra historia.

  Para mi generación, entonces, el tema a discutir no es la posibilidad de estudiar o no el pasado reciente, sino más bien el grado de objetividad que podemos alcanzar en nuestras diferentes miradas de los hechos.  En verdad, nunca he creído en la objetividad de la historia.  Para ser más exacta, de la historiografía.  Sería como creer que el fotógrafo plasma en una foto la realidad que mira.  Si bien es así en apariencia, luego de observar,  es él quien selecciona la imagen que le interesa, la enfoca desde un ángulo que le proporcione más o menos luz, y recién ahí aprieta el obturador para obtener un resultado.  El historiador -quiéralo o no- es como un fotógrafo.  Tiene ante sí un cúmulo de hechos que individualiza, clasifica y selecciona de acuerdo a su importancia en el conjunto; intenta darles coherencia; los analiza y los interpreta a la luz de su propia mirada.  Si los hechos en sí son inmutables, porque ocurrieron en un tiempo y espacio ya pasados y que por tanto no podemos alterar, la forma en que los trabajamos depende de nuestra cosmovisión y, por qué no decirlo, de nuestro mayor o menor compromiso con los proyectos de sociedad en los cuales creemos.  Ello es natural y obvio.  Al igual que otros, el historiador es un sujeto que vive en el mundo y que no puede sustraerse así, sin más –a riesgo de convertirse en un antisocial-, de las influencias que resultan de la interrelación consigo mismo, con los demás y con el espíritu de su época.  Desde esa perspectiva, pretender que un historiador posea “la verdad” o que pueda mantenerse químicamente neutral frente al pasado reciente de Chile, es tan utópico como pensar que es posible un reencuentro nacional amparado en el eslogan “ni perdón ni olvido”, o bajo la convicción de “por la Patria, todo”.

  Sin embargo, hay ciertos límites que ningún historiador profesional puede sobrepasar sin renegar de su formación: ocultar, omitir, manipular o distorsionar la realidad histórica de los hechos, amparándose en la libertad de interpretación.  Lo que constituye un imperativo para el historiador también lo es para todos aquellos que cumplen una función pública como comunicadores sociales.  Ocultar -como se hizo durante mucho tiempo- que Salvador Allende se había suicidado, omitir la existencia de grupos armados preparados para la guerra civil en 1973, manipular información señalando que hubo “mano mora” en la muerte de Eduardo Frei M. y, en general, distorsionar la realidad histórica propiciando o fomentando la idea que la historia del régimen militar es la historia de los detenidos desaparecidos, sirven para ilustrar lo imposible que resulta ser “objetivos” cuando queremos serlo sólo para un lado.

  Por otra parte, no deja de ser curioso que hoy día algunos hablen de “conspiración del silencio” o de “historia oficial”.  Sería bueno saber quiénes y cuántos la han escrito, para que los lectores salgan rápidamente a obtenerla en bibliotecas o librerías.  Así descubrirían, por ejemplo, que el 11 de septiembre de 1973 las Fuerzas Armadas efectivamente actuaron luego que la Cámara de Diputados declaró inconstitucional al gobierno de Allende; que efectivamente lo hicieron para evitar que Chile se transformara en una segunda Cuba, como lo propugnaba la Unidad Popular; y que la política económica diseñada y puesta en acción a partir de esa fecha continúa siendo el modelo aceptado, incluso por los tres gobiernos de la Concertación.  Tampoco estaría de más conocer cuál otro texto, aparte del “oficial”, está regalando el Ministerio de Educación a los alumnos de sexto básico.  El lector espera…

                                                       

Patricia Arancibia Clavel
Directora CIDOC, Universidad Finis Terrae
Doctora en Historia, Universidad Complutense de Madrid

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