Blog Corral Victoria
Chile está ubicado en una de las regiones más sísmicas del planeta. Como es sabido, bajo su territorio convergen la placa de Nazca y la placa continental americana, provocando que periódicamente los ajustes de éstas provoquen movimientos telúricos de diversa magnitud.
Estos han cooperado de manera inconsciente a forjar nuestro carácter y a darle un sentido de peculiaridad a nuestra identidad. Fruto de una voluntad puesta a prueba de manera insistente y dramática, el chileno es resignado pero no fatalista, solidario e improvisador, capaz de enfrentar grandes desafíos a partir de una fe inquebrantable que le permite avanzar y reconstruir su entorno una y otra vez..
Las crónicas y relatos testimoniales de los movimientos telúricos se remontan al siglo XVI. A continuación, el relato del terremoto de 1637 contado por el historiador Diego Barros Arana a partir de diversas fuentes. Tuvo una magnitud estimada de 8.5 grados en la escala de Richter y se calcula que murieron alrededor de 600 personas en Santiago.
El lunes 13 de mayo de 1647, a las diez y media de la noche y sin que precediera ruido alguno, un repentino remezón que se prolongó por algunos minutos, sacudió la tierra con una violencia extraordinaria, conmovió todas las construcciones, y en pocos instantes derribó con un estruendo aterrador los templos y las casas, formando por todas partes, montones de ruinas.
El derrumbe de las torres, la caída repentina de las paredes, el crujir de las enmaderaciones que se abrían, el estrépito causado por los grandes peñascos que, desprendiéndose del cerro Santa Lucía, se precipitaban con una fuerza irresistible por las calles vecinas, acallaban las voces de los hombres y hacían más pavoroso aquel cuadro de horror y desolación. Solo las personas que pudieron salir de sus habitaciones en los primeros momentos, hallaron salvación en las calles o en los huertos de sus casas; pero entre las ruinas quedaron sepultados millares de individuos, muertos unos, heridos y estropeados los otros, lanzando estos últimos gritos desgarradores para pedir socorro o para implorar del cielo el perdón de sus culpas.
La oscuridad era absoluta. “Oscurecióse el cielo, estando bien alta la luna, con unas palpables tinieblas ocasionadas por el polvo y unas densas nubes, poniendo tan grande horror en los hombres que, aun los más cuerdos, creían que veían los preámbulos del Juicio.”
La angustia de la gente, causada por la destrucción de sus casas y la muerte de tantas personas queridas, aumentaba con la repetición de los temblores que hacían presumir una catástrofe todavía mayor… La plaza se llenó de gente que en medio de la crisis de terror y devoción, llamaba a gritos a los sacerdotes para confesar sus culpas y prepararse a morir. El obispo colocó en la plaza a 40 o 50 confesores entre clérigos y frailes, repartió otros en las calles para socorrer a los enfermos y heridos y ayudado por los oidores de la Real Audiencia, hizo levantar un altar en la plaza e hizo llevar allí en una caja de plata, las hostias consagradas que pudieron extraerse del destruido templo de La Merced.
La iglesia de San Francisco fue el edificio mejor salvado de la capital, si bien perdió su torre derrumbada por el primer temblor. Los frailes del convento sacaron en procesión la imagen de la Virgen del Socorro, que desde el tiempo de Pedro de Valdivia era reconocida como patrona de la ciudad, dirigiéndose a la plaza. “Vinieron azotándose dos religiosos y de ellos un lego haciendo constricción con tanto espíritu y tan bien formado, que el obispo como aprendiz fue repitiendo lo que éste decía.”
Fue en este terremoto que los padres de San Agustín hallaron entre las ruinas de su iglesia un crucifijo que quedó intacto si bien la corona de espinas que tenía en la cabeza le había caído a la garganta.
El Cristo de Mayo.
El miedo y dolor fue tan dramático que los oidores escribieron que fue preciso detener a los que “furiosamente se arrojaban sobre los cadáveres inertes queriéndolos resucitar con bramidos como los leones con sus cachorros…”
La reconstrucción duró más de seis años y fue preciso eximir de impuestos a sus habitantes.
Diego Barros Arana. Historia General de Chile Tomo IV.