El Crédito informal: un mecanismo con tradición

Blog Corral Victoria

A fines de la Colonia, la actividad económica de los chilenos se desenvolvía en una estructura cuyas relaciones comerciales tendían más a la satisfacción de las necesidades de subsistencia que al lucro.

En general, la mentalidad política-económica de las élites no era propensa a aceptar la especulación y prácticamente desconocía las propiedades y ventajas del crédito en sus diferentes modalidades. La mayoría de los excedentes que lograban atesorar los altos funcionarios, los comerciantes exitosos, los dueños de grandes haciendas o, las congregaciones religiosas –especialmente a través de las dotes- eran canalizados por ellos mismos, sin intermediación en la compra directa de bienes raíces o predios rústicos, lo que se traducía en la inmovilización del capital.

Además, la Iglesia Católica, fuertemente influyente en la sociedad de entonces, tenía una actitud condenatoria hacia cualquier ganancia que involucrara algún tipo de “interés” y que pudiera ser considerada como “usura”.

La manera más usada y práctica de conseguir dinero era solicitando un préstamo al hombre rico de la zona, que los otorgaba contra simple entrega de pagarés o recibos. Como no había ninguna regulación, algunos cobraban un interés mayor al 5% anual, límite de lo que desde hacía varios siglos se consideraba lícito.

La escasez de capital y de circulante -sólo monedas- permitió que surgieran, especialmente en el sector minero, los llamados “habilitadores”, que eran particulares acaudalados que le prestaban a un emprendedor sin recursos, el dinero suficiente para cubrir los gastos de explotación de un yacimiento. El préstamo era a bajo interés, pero terminado el plazo de pago acordado por ambos, el deudor pagaba el préstamo con minerales y no con dinero. Más tarde, y en la medida que las actividades mineras, especialmente en el norte, comenzaron a tener mayor dinamismo, fueron las casas comerciales las que asumieron el rol de bancos informales.

Ese mismo papel lo cumplieron también por muchísimo tiempo, algunas congregaciones religiosas femeninas, como las Clarisas, Agustinas y Trinitarias, que necesitaban invertir provechosamente el dinero que recibían a través de las dotes. Haciendo las veces de “bancos hipotecarios”, utilizaban el contrato llamado censo consignativo, por medio del cual prestaban grandes sumas a largo plazo, incluso a perpetuidad, contra la garantía de bienes inmuebles. Quien recibía el préstamo, se obligaba a pagar anualmente, por un plazo convenido, un censo o canon fijado de antemano.  Si el inmueble era vendido, el censo pasaba al nuevo propietario, y si el deudor fallecía, la deuda era asumida por sus herederos.

No fue fácil reemplazar estos mecanismos crediticios informales vigentes desde el período colonial. Pese a que una vez consolidada la Independencia, Chile comenzó a operar bajo fundamentos económicos liberales, ampliando sus actividades productivas y abriéndose al comercio exterior, las iniciativas tendientes a establecer un sistema bancario no tuvieron mayor eco entre las nuevas autoridades.

La inestabilidad política del país, la ignorancia general respecto a las cuestiones financieras, el temor al papel moneda y la desconfianza que inspiraron algunos de los promotores de los primeros bancos, retrasaron su implementación. Pero, sin duda, la causa de fondo fue que, al menos hasta la década del 30 del siglo XIX, la economía chilena no tuvo el grado de crecimiento necesario para requerir grandes inversiones, lo que significó que lo existente bastara por el momento.

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