Inauguración Año Académico
Departamento de Historia
Universidad Católica de la Santísima Concepción
30- abril 2009.
Estimados alumnos y profesores
I.- En primer lugar, quiero agradecer a Andrés Medina, director del Departamento de Historia de esta Universidad por invitarme a participar en esta ceremonia de inauguración del año académico. –
2.- Y lo agradezco sinceramente ya que no sólo considero esta cordial invitación como una distinción, sino porque me permite arrancar de Santiago y volver nuevamente a Concepción, ciudad en la que hace más o menos treinta años me inicié en el campo académico, ejerciendo por primera vez la docencia universitaria.
3.- Esto fue en los comienzos de los años 80 ¡del siglo pasado! – y bueno…suena espantoso decirlo así- pero no es más que la verdad cronológica y la cruda realidad del paso del tiempo…Debo decir que fue una etapa breve pero intensa de mi vida, donde no sin miedo, me enfrenté a mis primeros alumnos, enseñando, pero por sobre todo aprendiendo. Entre paréntesis, estos son dos verbos hermanos: Ya hace 15 siglos San Agustín dijo que la mejor manera de aprender es enseñando…
Junto con enseñar y aprender, tuve también la suerte de empaparme – y lo digo literalmente- de un paisaje maravilloso y de una forma de vida mucho menos acelerada de la que es habitual en Santiago. Aquí hay más tiempo para cultivar la lectura, la amistad…, el ocio en contraposición del negocio… Conocí a mucha gente interesante, a profesores y alumnos muy valiosos, que al igual que ustedes, iniciaban sus primeros pasos en el estudio de la Historia y con los cuales mantengo aún cordiales relaciones. En síntesis, la experiencia vivida en Concepción marcó mis inicios, de ahí que esté tan contenta y agradecida de estar ahora con ustedes.
Para esta ocasión, solemne e íntima a la vez, he ordenado algunas ideas en torno a la actualidad y desafíos de la Historia. Me referiré, en concreto, a un tema que, en rigor, constituye un modo de ver, pensar e interpretar la realidad hasta cierto punto novedosa: ¿puede el historiador escribir la historia del presente?
Pero previamente, me gustaría explicitar que es para mí la historia, entendida no como la realidad tal como acontece, sino más bien desde la perspectiva del conocimiento que de esa realidad alcanzamos como historiadores. A mi juicio, un buen historiador es el que sabe hacer buenas preguntas. De hecho, en su primera acepción, el vocablo historia, proveniente del dialecto jónico, estuvo asociado al acto de investigar, significando pesquisa, averiguación, indagación. Se trataba de inquirir sobre las acciones humanas a través de preguntas inteligentemente elaboradas que pudieran ayudar a desentrañar la verdad de lo acaecido. Pero, ¿para qué? ¿Para qué averiguar con tanto afán cosas que ya ocurrieron y están olvidadas? Todo historiador hurga y busca respuestas con una finalidad siempre actual: la de comprender y hacer comprender el momento en que vive. La historia está siempre al servicio del presente, de la vida y por eso es una disciplina dinámica y vital, en constante proceso de elaboración. Quizás por ello, de todas las numerosas descripciones de nuestro oficio, yo me quedo con la de Raymond Aron, uno de los más prestigiosos pensadores de la Francia Contemporánea, quien, sin ser historiador profesional sintetizó con acierto, y porque no decirlo, con belleza poética, nuestra tarea: “reconstituir por y para los vivos la vida de los muertos.” Eso significa que el historiador, anclado en su presente e inspirado por los incentivos y cuestionamientos del hoy, interroga al pasado, sea éste remoto o reciente, lo que él y la sociedad donde está inserto, necesita saber.
Dicho esto, quiero centrarme en un campo específico de la historiografía, el cual, sin querer queriendo, he cultivado en este último tiempo. Me refiero a lo que los teóricos han denominado “historia del Presente, Historia del Tiempo presente, Historia reciente, historia vivida, o historia coetánea… todos términos que – como dice muy bien Ángel Soto- uno de los primeros historiadores chilenos que se ha dedicado a estudiar el tema, es un concepto en construcción y que para muchos es todavía un contrasentido. Claro, porque ¿cómo un historiador que se presume serio, que debe ser objetivo, alimentarse de fuentes documentales oficiales y que se supone debe preocuparse del pasado ´más bien remoto, se aventura a investigar y analizar hechos recientes que corresponden más bien al ámbito del periodismo, de las ciencias sociales o de la política?
La resistencia ha sido fuerte, pero curiosamente viene del ámbito de algunos historiadores de corte académico y tradicional que son los que deben abrir horizontes a los futuros investigadores. El recelo –que se manifiesta en señalar que quienes se dedican a la historia reciente hacen “periodismo con notas a pie de página”- se centra en la creencia que no es posible un conocimiento de carácter histórico de los acontecimientos más inmediatos.
Está de más señalar, que no comparto esa tesis. En primer lugar, es bueno recordar que uno de los “padres” de la historia, junto con Heródoto, fue Tucídides, quien durante la segunda mitad del siglo V AC, en pleno apogeo de la cultura griega en la Antigüedad, escribió un gran libro: La Historia de la Guerra del Peloponeso, modelo de rigurosidad, a pesar de haber sido redactado coetáneamente y más aún, siendo él mismo participe de los eventos que narra. Yendo más allá de lo anecdótico y convencido de que “sólo lo que se ha visto, se puede escribir”, Tucídides buscó las motivaciones personales de los protagonistas de aquellos hechos, sus ambiciones y temores. Utilizó para ello sus testimonios y los de otros testigos, confrontándolos entre sí hasta estar seguro de la veracidad de lo que en realidad ocurrió. Ese método es el que todavía usamos los que nos dedicamos a la historia del presente.
Nada más que por poner otro ejemplo, en época más cercana, mayo de 1940, el historiador francés Marc Bloch, al que ustedes leerán en el curso de Introducción a la Historia, al igual que Tucídides 25 siglos atrás, vivió en carne propia las vicisitudes de la guerra. Bloch había sido movilizado como oficial de reserva y luchó en el frente. Vivió y sufrió la desintegración de la República francesa y sobreponiéndose a la amargura y el desaliento, escribió en ese momento un libro sorprendente, “La extraña derrota”. En esas páginas dejó testimonio de su experiencia de campaña y formuló la interpretación de la caída de Francia que todavía hoy prevalece.
Dicho sea de paso, y para que vean hasta qué punto el historiador está involucrado en las glorias y en los duelos de su patria, Marc Bloch, luchando en la Resistencia, fue capturado y fusilado por los alemanes en 1944.
El segundo argumento de los que se oponen a considerar el tiempo presente como objeto de los estudios históricos, está relacionado con el anterior, se refiere a la confiabilidad de las fuentes inmediatas. En realidad, ninguna fuente es enteramente confiable, se trate de documentos o testimonios remotos o recientes. En todos ellos podemos encontrar omisiones, errores, intencionalidades, e incluso, también mentiras. Sin embargo, es más improbable que una fuente reciente pueda ser objeto de falsificación y engañe al historiador porque conoce el clima de la opinión y las circunstancias en que se desenvuelve el hecho que someterá a estudio. Para decirlo en una palabra, el buen historiador desarrolla una sensibilidad que le permite captar y comprender, como pocos, el sentido de su propia época.
Hoy, más que nunca, están a disposición del historiador las fuentes oficiales y una enorme masa de documentos privados. El énfasis en la transparencia y la facilidad para recurrir a los archivos es uno de los rasgos característicos de nuestro tiempo. En algunas culturas, como la anglosajona, existe una larga tradición sobre el particular. En otras, más dadas al secretismo, los cambios son también perceptibles. Así, Chile acaba de aprobar una ley de transparencia que avanza en este sentido, sin que la opinión pública y los historiadores se hayan dado cuenta de su importancia.
Los soportes técnicos de la información, por otra parte, facilitan aún más nuestra tarea y, al mismo tiempo, hacen más difícil que un documento pueda ser alterado porque queda registrado simultáneamente, en muchas partes.
Todavía se podría objetar que el historiador del presente, quiéralo o no, hace crónicas o investigación periodística. Pero ese reparo olvida que el historiador, por su formación, ha aprendido ya en la universidad o por experiencia propia, que la historia en una ciencia de contextos y que los acontecimientos, tanto los de hoy como los de ayer, no se comprenden cabalmente cuando están flotando en el vacío, sino al ponerlos en relación con otros sucesos, actores y circunstancias más o menos coetáneos. Lo voy a ejemplificar de una manera simple: ¿hay algo más descontextualizado que un noticiario de TV o un diario? En definitiva, el historiador del tiempo presente es capaz de ligar y dar sentido a la catarata de información que nos inunda diariamente porque tiene un conocimiento de la realidad, pasada y presente, mucho más amplia. Porque es capaz de unir los efectos que todos contemplamos, con sus causas más profundas.
La tercera crítica es más de fondo. Quienes impugnan la posibilidad del estudio de la historia reciente, sostienen que el historiador está incapacitado para interpretar, objetiva y profesionalmente, los hechos que él mismo ha vivido. El compromiso con el presente le impediría tener perspectiva de análisis y eso se traduciría, fatalmente, en pérdida de la objetividad. Esta objeción se basa a mi juicio, en un mito, cual es creer que la historiografía, por su propia naturaleza, es objetiva.
En esto quiero ser clara y enfática. En verdad creo que no existe la objetividad en la historia. Y no existe por una razón muy simple: porque el historiador es, a la vez, sujeto y objeto de la historia.
En efecto, el historiador se interesa en conocer, fundamentalmente, lo que a los hombres les ha ocurrido en el tiempo, y apenas tangencialmente lo que le ha sucedido a los astros, planetas y constelaciones. En otras palabras, él se estudia a sí mismo. Todo historiador – aunque sea obvio señalarlo – es un hombre de carne y hueso que, como cualquier otro individuo, vive inmerso en una cultura, en una sociedad y en una época determinada, lo que condiciona inevitablemente el punto de vista desde el cual observa, analiza e interpreta los hechos.
Así, por ejemplo, tanto el historiador que investiga la llegada de Pedro de Valdivia a Chile, como el que se especializa en la Independencia, en la Guerra Civil de 1891 o el que intenta explicar el golpe de 1973, apelan al mismo método, pero lo conjugan con sus propios saberes, convicciones, creencias, ideologías y puntos de vista. Quien imagine que el historiador, por el hecho de serlo, es un ente neutro , se engaña ingenuamente. Es como creer que el fotógrafo reproduce la realidad tal cual es. En cada uno de sus trabajos hay un punto de vista implícito – que incluso delata al autor – porque ha captado la realidad a partir de su propia sensibilidad. Basta comparar dos o más fotos del mismo lugar para advertir que no son iguales. ¡Y qué decir del resultado cuanto dos o tres artistas pintan la misma escena!
Por supuesto, lo anterior no es más que un hecho de la causa. Seamos francos: la neutralidad no existe. Declararse neutral obedece a una toma de posición, tan válida como optar por uno u otro bando en pugna. Pero la inexistencia de una objetividad pura, no autoriza al historiador a ser frívolo o a ser panfletario. Sólo significa, y no es poco, que no puede falsear un dato para acomodarlo a sus intereses; que tiene la obligación de ser riguroso con la fuentes que analiza y selecciona; que al interpretar los datos, debe luchar honestamente por prescindir de sus propias convicciones y dar cuenta y aceptar la verdad, sea o no de su agrado. No es otra la base del prestigio, confiabilidad y reconocimiento hacia el historiador.
Quizás quien mejor haya sintetizado lo que he querido decir es Collingwood, un clásico de la historiografía británica. En su obra La Idea de la Historia, publicada póstumamente el año 1946, señaló: “San Agustín vio la historia desde el punto de vista del cristiano primitivo; Tillemont, desde el de un francés del siglo XVII; Gibbon, desde el de un inglés del siglo XVIII; Mommsen, desde el del alemán del siglo XIX.” Yo podría agregar a Hosbauwn, historiador del siglo XX. “Pero – continúa Collinwood – “a nada conduce preguntarse cuál era el punto de vista adecuado. Cada uno de ellos era el único posible para quien lo adoptó.”
Arropada en los ejemplos recién citados, yo me atrevo a reafirmar que la historia no es objetiva en el sentido que dan a esa palabra las ciencias naturales; pero también advertiré con igual fuerza que una poderosa tentación del hombre contemporáneo suele ser reescribir el pasado desde un sesgo ideológico. Y es paradójico: por una parte se nos dice que el pasado nada importa y que lo interesante de la vida está en el futuro. Más por otra, vemos cómo se hace lo posible por contar con la historia como aliada a la hora de discutir cualquier asunto de importancia para la comunidad. ¿En qué quedamos?
Justamente por eso y para no ser utilizados como instrumentos de causas ajenas, los historiadores debemos tener especial cuidado y defender nuestra independencia intelectual.
Para mí, ese turbio ejercicio destinado a instrumentalizar la Historia me parece inaceptable. Los hombres y mujeres de ayer merecen todo nuestro respeto, y tergiversar sus valores, sus ideas, su estilo de vida, constituye, perdónenme la franqueza, una traición a su memoria.
Tampoco me parece que sea verdadera esa especie de beatería con que se repite, venga o no al caso, que “el tiempo hará justicia”. El tiempo por si mismo no tiene la virtualidad de poner a cada uno en el lugar que merece, repartiendo honores o ignominia con imparcial equidad. . A lo más, el tiempo trae olvido, pero la justicia es otra cosa. Definitivamente, a los historiadores no nos corresponde calificar el comportamiento humano; lo nuestro es comprender a las personas en relación a las motivaciones y exigencias del tiempo en que vivieron. No aspiramos, pues, a convertirnos en jueces porque no lo somos.
5.- Dejemos de lado los aspectos teóricos u concentrémonos, al terminar estas palabras, en un asunto que puede parecer muy pragmático, pero que tiene una importancia capital para el futuro de nuestra profesión y de ustedes. Ya dije que los historiadores procedemos haciendo preguntas y buscando respuestas. La pregunta que viene al caso es la siguiente: ¿cómo puede hoy un Licenciado en Historia insertarse en el mundo laboral y contribuir al desarrollo del país?
Hay muchos caminos y algunos ya son conocidos por ustedes. Pero quizás podría interesarles escuchar mi propia experiencia en este campo, y que tiene que ver con dos áreas poco trabajadas en Chile.
La primera es la generación de nuevas fuentes para enriquecer el material de investigación de la Historia Contemporánea de Chile.
La otra es el desarrollo de una veta prácticamente inexplorada, cuál es hacer de la Historia una empresa.
a.- CIDOC. Al alero de una universidad, formé un Centro de Investigación y Documentación. Mi propósito no fue escribir desde allí una Historia de Chile, sino crear un archivo documental y testimonial que permitiera a las generaciones futuras, ¡a ustedes!, contar con los antecedentes indispensables para preservar la memoria histórica de quienes protagonizaron los acontecimientos más importantes de la segunda mitad del siglo XX chileno.
Hay aquí un desafío y una tarea. Casi todo está por hacer, sobre todo en regiones. La fuente oral, propia de la Historia del Presente, es un instrumento clave para reconstruir nuestro pasado reciente desde diversas perspectivas y puntos de vista. No son exclusivamente las grandes personalidades las que pueden dejar constancia de sus esfuerzos. Se necesita, y mucho, guardar y preservar también el testimonio de muchos otros actores, de distintos ámbitos y niveles, porque el conocimiento histórico es en realidad sinfónico. Es decir, necesita de muchas voces para representar con fidelidad el tiempo ido, sea éste lejano o cercano.
b.- En cuanto al otro asunto la historia como empresa, quiero señalar que, más allá del valor social que tiene preservar la memoria colectiva, es posible hacer del resultado de la investigación histórica, un producto empresarial. De hecho, hace cinco años me di cuenta de que había un nicho no cubierto en el mercado y que era posible abordarlo profesionalmente. Muchas empresas no conocían su trayectoria, muchos empresarios deseaban narrar sus emprendimientos, muchos políticos querían contar sus experiencias, muchas instituciones no conocían su pasado. Entonces puse la pica en Flandes y formé una sociedad de historiadores que llamamos Clío, en homenaje a la musa de la historia. Con esta estructura, nos aventuramos fuera de los senderos tradicionales y, además de escribir varios libros, generalmente historias familiares, historias de marcas e historias de empresas, hemos asesorado a la prensa, televisión, sociedades comerciales y corporaciones patrimoniales ayudándolas a conocerse mejor y a dar a conocer los aportes que han hecho a la comunidad. Este emprendimiento despertó mucho interés en el mundo empresarial y universitario que se ha interesado en apoyar nuestro trabajo.
Este fenómeno es mundial. Hay ansias de saber, de cultura, de rescate patrimonial, de conservación de la memoria colectiva. En suma, de búsqueda de identidad propia en un mundo crecientemente masificado y globalizado. Es ahí también donde los historiadores tenemos que estar presentes.
Para terminar, quiero invitarles a ser fieles a la vocación que los ha traído hasta estas aulas y por supuesto, a sumarse con pasión y entusiasmo a la gran tarea de la investigación en Historia. Por último, permítanme que les de un consejo, sólo uno: no sigan nunca el camino más fácil. Muchas gracias.