Blog Corral Victoria
Después de la guerra civil de 1891 y durante casi 35 años, Chile intentó funcionar políticamente bajo un sistema parlamentario. El poder que no podían o no querían ejercer los Presidentes de la República, lo asumieron en plenitud los partidos políticos que conformaban la base de la representación parlamentaria y por tanto, del régimen.
El ideal para el buen funcionamiento de éste era un sistema bi-partidista, pero el nuestro era claramente multipartidario. De hecho, durante este período, seis eran las colectividades que participaban en el juego político: el Partido Conservador, Demócrata, Liberal, Liberal- Democrático o Balmacedista, Nacional o Montt -Varista y Radical. Todos, salvo el liberal-democrático que se formó en 1892, ya existían desde antes de la guerra civil, sin que por tanto se produjera en esta etapa una mayor variación en la estructura del sistema como tampoco en el respaldo electoral que éstos poseían.
La mantención de los partidos y su relativo equilibrio fue propiciado entre otras cosas, por la legislación electoral que permitió que a partir de 1891, se incorporara para todo tipo de elecciones el procedimiento del voto acumulativo. Esto significaba que cada ciudadano tenía tantos votos como cargos por llenar, pudiendo “acumularlos” en un solo candidato o repartirlos entre varios. El procedimiento favorecía notoriamente a las minorías, permitiendo que siempre alcanzaran un grado de representación. Esta tendencia que ayudaba a impedir los triunfos aplastantes de las mayorías se acentuó en 1911, cuando bajo el gobierno de Ramón Barros Luco, se dictó una ley que estructuró las agrupaciones departamentales de manera tal que cada circunscripción tenía derecho a elegir dos diputados: la minoría se aseguraba un representante sólo con un tercio de los votos, mientras que la mayoría que deseaba quedarse con los dos cargos debía obtener los dos tercios.
Esta legislación electoral, hizo obvias las ventajas de los pactos electorales entre varios partidos, que se canalizó en la conformación de dos grandes bloques estructurados por orientaciones doctrinarias que tenían sus antecedentes en las luchas teológicas libradas en la segunda mitad del siglo XIX. Así, por un lado estaba la Alianza Liberal que reunía principalmente a las fuerzas de avanzada y a los partidos anticlericales, como el partido Liberal y Democrático. Los radicales eran aquí el eje de la Alianza. Herederos de la tradición ilustrada y laicista europea, tenían una postura crítica frente a la religión, combatiendo principalmente la influencia tanto política como cultural de la Iglesia. Por el otro lado estaba la clerical Coalición Conservadora que tenía justamente al Partido Conservador como su protagonista principal y que siendo abiertamente confesional, hacía suyos los principios y valores de ésta.
Estos dos conglomerados, que representaban no obstante, a dos sectores de una misma clase social, una de tendencia claramente progresista y otra más conservadora y tradicional, no tuvieron la capacidad, fuerza ni sentido de proyección suficiente para darle conducción política y estabilidad al régimen.
Hasta la guerra civil, y desde 1861, había habido un claro predominio de la Alianza Liberal en el gobierno. Pero con el término de la abierta intervención electoral de los Presidentes liberales en las elecciones tanto de sus sucesores como de los miembros del Parlamento, el partido Conservador comenzó a tener una mejor representación parlamentaria y mayores posibilidades de entrar en la batalla política. Desde la presidencia de Federico Errázuriz Echaurren (1896 en adelante), las dos combinaciones, Alianza y Coalición, pudieron así alternarse como gobierno y oposición, dependiendo más que de sus fuerzas propias que no eran equivalentes, de las cambiantes preferencias que indistintamente le otorgaban tanto del Partido Liberal como los otros tres pequeños partidos de “centro”. Estos, lejos de ser fieles a sus orígenes doctrinarios progresistas, se desplazaban de un lado a otro del espectro político motivados por sus ambiciones de poder.
Por su parte, tampoco, los partidos ejes de los dos bloques, mantuvieron inalterable su línea doctrinaria y se prestaron a realizar alianzas políticas que no se condecían con la lucha que habían tenido en el pasado. Dicho de otra manera, todos los partidos, en mayor o menor grado, se “desideologizaron” para “pragmatizarse” de acuerdo a sus propios intereses y conveniencias de momento.
¿Qué había pasado? En verdad, después de las grandes luchas teológicas de la segunda mitad del siglo XIX y de la promulgación de las leyes laicas bajo el gobierno de Santa María, los temas doctrinarios habían ido perdiendo fuerza, teniendo cada vez menos influencia en la contingencia política. La sociedad de una u otra manera se estaba encaminando por la senda liberal en materia religiosa y valórica y las grandes y apasionadas polémicas en torno a esa temática no producía las pasiones de antaño. La única verdadera pugna “doctrinaria” que quedaba se relacionaba con el ámbito de la educación, entre quienes deseaban fervientemente descatolizarla y aquellos que pensaban que aquello era una casi herejía y planteaban como gran bandera de lucha la “libertad de enseñanza”.
Pero, esa lucha era considerada “menor.” La pobreza doctrinaria de los partidos, ya se había visto en la guerra civil de 1891. Allí no se peleó por proyectos de sociedad antagónicos, sino por la defensa de “principios” eminentemente políticos. Conservadores, radicales, y toda la gama de liberales se habían unido sin distinciones en contra del intervencionismo descarado del Ejecutivo en las elecciones (libertad electoral) y por la transferencia del poder a manos del Congreso.
Conseguida la meta, y consolidado el régimen por el cual se había luchado, eran escasas o nulas las nuevas “banderas” posibles de enarbolar. Todos los partidos mantuvieron coincidencias básicas en el plano político, económico y social. No existía entre ellos planteamientos de proyectos de sociedad excluyentes, predominando las posiciones moderadas dentro del orden establecido. Todas las colectividades eran partidarias del parlamentarismo, al que consideraban como el mejor sistema que garantizaba el derecho de las personas. Por otra parte, éstos representaban de preferencia a la élite social, sin que ello impidiera que algunos estuvieran dispuestos a responder a las inquietudes de los nacientes sectores medios y obreros. Esto último, se daba especialmente en el Partido Conservador, aunque con un claro sesgo paternalista, y en el Partido Radical, ambos llamados “partidos históricos”.
Las colectividades políticas fueron cayendo en la desidia de ideas y proyectos entrando en una fase donde la lucha del poder por el poder se convirtió en el motor de sus actividades. En definitiva, la política perdió su sentido y se convirtió más en un juego de intereses propios que en un camino para la búsqueda de un logro superior. Ello incentivó los personalismos y el fraccionamiento interno.
Con todo, aquellos partidos que lograron darse una mejor organización interna y mantener una mínima orientación ideológica pudieron ampliar su base electoral y seguir siendo los partidos ejes en torno a los cuales, los demás giraban. Era el caso de conservadores y radicales, que de hecho, entre 1891 y 1925, por sí solos representaban más del 50% de los votos del electorado. Su relativa disciplina y coherencia les permitió este dominio, situación que no presentaban los demás partidos. En general, éstos se caracterizaban por sus divisiones internas, por el apego a hombres “con estilo” y por su ineficiencia organizativa, que se manifestaba en la falta de una estructura orgánica partidista. Aparte de ciertos comités directivos y de algunos organismos provinciales sin demasiado poder, estos partidos giraban en torno a las posiciones de algunos líderes con arrastre que conquistaban a sus seguidores más por su oratoria y riqueza que por sus originales ideas o proyectos.
Por otra parte, la disciplina partidaria era casi inexistente. Ningún parlamentario estaba obligado a seguir las directrices de la directiva, ni tampoco había mayor interés en ello. Dominaba la idea individualista de la militancia política. “El partido no es el que inspira la acción…es éste quien da prestigio y vigor a aquél.”
En verdad, al interior de los partidos había tendencias muy diversas que les impedían presentar un frente común y unitario. Existía una amplia gama de cuestiones en que los partidos no tenían una posición programática definida y que se consideraban “materias abiertas”. En general, era fácil encontrar en una misma colectividad a “militantes” que –al no existir voz oficial del partido- podían disentir abiertamente sobre temáticas de gran interés en el campo económico-social. Así por ejemplo, dentro de cualquiera de las colectividades se encontraban partidarios de una economía proteccionista versus una librecambista, o personas que apoyaban la moneda metálica (oreros), con otros que paralelamente defendían la inconvertibilidad del billete en metal (papeleros). En materia social también se daba que un grupo era partidario de velar por los derechos de los trabajadores a través de una legislación laboral mientras que otros, los más liberales, pensaban que éstos debían regularse mediante la oferta y la demanda.
Por otra parte, las fórmulas de intervención electoral que utilizaban de manera habitual todos los partidos, permitió también su mantención en el tiempo. No deja de ser paradójico que antes de la guerra civil, la gran bandera de lucha de éstos había sido quitarles esa “prerrogativa” a los Presidentes de la República. Ahora, indirectamente, la recuperaban para ellos mismos, a través de un mecanismo llamado cohecho, o sea la compra simple y llana de los votos de los electores. Este vicio aceptado por todas las colectividades, presuponía una “caja electoral” sustanciosa para quien deseara ir de candidato y para el partido que lo apoyaba. Es fácil imaginarse que esta práctica, junto con la falsificación de los resultados (fraude) que también fue normalmente utilizado hasta 1915, cooperara a que se extendiera dentro de la clase política la corrupción, mal que iría mermando las bases en que descansaba el sistema.
Pero eso no era todo. Otra de las prácticas utilizadas por todos los partidos era el de sacar el máximo provecho de los jefes locales o “caciques”, los cuales debían responder ante los partidos y candidatos con una cuota determinada de votos. En las áreas urbanas, eran principalmente los alcaldes y regidores los que manejaban las “máquinas” electorales. La Ley de la Comuna Autónoma, dictada bajo el gobierno de Jorge Montt, había descentralizado la administración municipal, quedando el control de las elecciones en los jefes municipales. En el campo, por otra parte, el agente local tenía una disciplinada “clientela”, especialmente entre el inquilino subordinado que, teniendo 21 años y sabiendo leer y escribir, no tenía ya limitaciones para votar. En una sociedad que seguía siendo predominantemente rural, los votos comprados o manejados por el patrón se convertían en una fuente estable de sufragios.